El hombre fallido – Carlos Raúl Hernández

Por: Carlos Raúl Hernández

En su cabeza los «otros» son los culpables de su fracaso y hay queCarlos Raúl Hernández castigarlos.

Uno de los más pertinentes pensadores del momento, Ian Buruma hace un análisis existencial de la figura del gamberro político, válida para el miembro de un colectivo bolivariano, camisa negra italiano, camisa parda alemán, paramilitar o guerrillero colombiano: un sujeto incapaz de construir una vida decente y que por eso odia a quienes lo logran. Los regímenes fascistas o comunistas rescatan fracasados de su letrina moral, los hacen distribuidores de violencia y con eso dan una razón a sus existencias. Son así aporreadores, torturadores, saqueadores, asesinos, violadores, dispuestos a cualquier crimen «revolucionario», reptantes porque su condición moral lo es, y su oficio la máxima expresión de la ruindad, abusar de gente indefensa. Ejemplo es D’Elia, piquetero y extorsionista argentino que pidió fusilar a Leopoldo López. En Venezuela, según aclara un ministro, el gobierno empobrece a la gente para envilecerla. Ahí la cantera.

 Son el rostro del fascismo. Kenzaburo Oe lo describe como un masturbador obsesivo, atormentado por los flashes eróticos de la calle, jóvenes en faldas cortas y aromas de los que se considera privado por siempre, rechazado por su oscuro objeto de deseo. La belleza, el confort, la aparente felicidad, transitan por las calles en la sociedad abierta, pero cada quien debe construir la suya con sacrificios, trabajo, estudio, imposibles para el hombre fallido. En su cabeza los «otros» son los culpables de su fracaso y hay que castigarlos. En los comandos de «acción directa» se refugian esos perturbados feroces que odian la dignidad humana, solo tienen la violencia, el rasgo más animal de los hombres, el que lo pone más cerca de las bestias. Asesinar una mujer bella, un profesional, comerciante, universitario, trabajador, es su venganza. Lo único que los hace «importantes» es matar y causar terror en defensa de causas nauseabundas.

 El diseñador de la violencia

 Las sociedad ofrece cosas que solo obtendremos muy limitadamente. Por eso toda revolución es el levantamiento del fracaso contra la decencia, y el marxismo la ideología de la envidia. Mussolini creó los «camisas negras» en 1919 -Milicia Voluntaria para la Seguridad Nacional se llama a partir de 1923- que organizan las excrecencias humanas del naufragio italiano, paramilitares que hicieron infernal la vida común. La incapacidad para conquistar temprano la unidad nacional, y superar la ruina de la economía crearon un lumpen de resentidos animados por el rencor contra su mala ventura y la buena de otros: abogados, médicos, oficinistas, obreros, profesores, comerciantes, delincuentes comunes, todos desempleados, arruinados. En las tribunas el discurso psicopático de Mussolini enloquecía las hordas, e instigaba a despanzurrar, aplastar, patear, matar, a los adversarios.

 Doscientos mil criminales de los «colectivos» emprendieron la Marcha sobre Roma, colocaron al monstruo en el gobierno, e inspiraron el sexualmente retorcido Hitler para formar los camisas pardas o S.A, sus propios «colectivos». El partido compró a baratos remanentes de las camisas de kaki de los contingentes alemanes en África, y con ellos los uniformó estilo militar. Y Hugo Boss, joven costurero que iniciaba su carrera profesional entre los nazis, le dio su mágico glamour. También se encargará de vestir las SS y las Wehrmacht. Los colectivos no podían faltar en la pesadilla de la Revolución Cultural china. Mao creó la Guardia Roja con cientos de miles de jóvenes convertidos en perseguidores de maestros, profesores, artistas, escritores, comerciantes, incluso sus padres.

 Los derechos gusanos

 El objetivo fue recuperar el poder y liquidar a Liu Sao Chi, Lin Piao y Deng Xiaoping que lo habían defenestrado. Esta oleada bárbara asesinó más de un millón de personas y destruyó casi cinco mil de los cerca de siete mil templos antiguos que se conservaban. América Latina ha tenidos muchos «colectivos» en cada una de sus miserables revoluciones, los intentos de caudillos para convertir los países en gigantescas cárceles. En Panamá de Noriega se llamaban Batallones de la Dignidad y Codepadis que sádicamente se dedicaban a ensangrentar las ropas claras que usaba la oposición panameña en las movilizaciones contra Noriega a finales de los ochenta. Olor a resaca de caña barata, adrenalina, sudor rancio, halitosis de las tropas de asalto, y sangre de los manifestantes en las calzadas. Corrieron como conejos a la entrada de los gringos en 1989 y una matona notable de las filas, Balbina Herrera, llegó a ser candidata -y derrotada- en recientes elecciones presidenciales.

 Daniel Ortega tenía sus turbas divinas, aguardentosas, mercenarias y astrosas, también para aterrar adversarios políticos, menos a Violeta Chamorro que le desbarató el comunismo en las narices. El régimen cubano utiliza sus grupos de respuesta rápida para «actos de repudio» en los que rodean por horas o días las casas de los héroes indefensos que piden vigencia de los derechos humanos, a los que gritan «desechos humanos» y «mueran los derechos gusanos». Fidel Castro fue uno de los protagonistas de esa etapa de la historia cubana, entre los 40 y 50, cuando las calles de La Habana eran propiedad de pandillas de gángsters, los «gatillo alegre» (Emilio Tro, Manolo Castro, Rolando Masferrer, Fidel Castro, Alfredo Yabur, Eduardo Corona) hasta que en 1959 él acabó con las demás y quedó sólo la suya.

@carlosraulher

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