Por: Jean Maninat
Las obras de arte suelen no dejar a nadie impávido. O bien se las admira a rabiar, o se les rechaza también a rabiar. En 2010 ganó el Óscar a la mejor película algo titulado The King’s Speech (El discurso del rey) sin que surgiera mayor controversia que un bostezo tremendo al apenas evocarla en una sobremesa. Es totalmente anodina.
Hay quienes detestan Apocalypse Now y quienes la adoramos religiosamente al menos una vez al año. (¿Habrá alguien que aborrezca El padrino I y El padrino II? Debe haber, aunque sea por llamar la atención). Cada quien atesora sus títulos queridos en DVD, Blu-ray, o vía Streaming en el orden que le dé la gana, y estarán a salvo en su casa, salvo que cometa el desatino de publicar en las redes sociales una lista con sus preferidos y el Twitter le caiga encima. No estamos para jueguitos.
The Irishman (El irlandés), parece estar destinada a no dejar a nadie indemne bien sea para rendirse ante ella y ya haberla visto al menos dos veces; o despacharla con un: ¡Bah! no es para tanto, de esos que irritan sobremanera a sus acólitos recién vestidos de irlandeses. La batalla promete.
Pero, lo cierto, es que Scorsese lo logra otra vez, y se afianza como el mejor retratista de la mafia clase C y D, -100% poliéster- y no de la realeza gansteril que cautivó a Coppola y que con tanto glamour representó. La fijación con el tema es grande. Ni siquiera el “cine político” escapó a la atracción fatal de la mafia. En 1973 se estrenó en Italia Lucky Luciano, de Francesco Rosi, que relata los tejemanejes políticos del gangster Charles “Lucky” Luciano con el ejercito norteamericano durante y luego de la II Guerra Mundial. Luciano habría sido -en su momento americano- un elegante “gentrifier” de la mafia para aproximarla al entonces poderoso establecimiento anglosajón. El mito se extendía con él.
Los malandros de Scorsese son cuadros medios, eficientes a la hora de cumplir su cometido. Incluso la violencia es seca, sin coreografía, sin edulcorantes estéticos, rudimentariamente profesional, como un balazo en la vida real. Su arma más certera es la lealtad a unos códigos que nadie sabe quién los escribió, pero que deben ser respetados a muerte, literalmente.
Pero, esta vez, la troupe mafiosa gira alrededor del personaje –histórico- de Jimmy Hoffa, presidente de uno de los sindicatos más poderosos de los Estados Unidos de Norteamérica: The International Brotherhood of Teamsters que organizaba básicamente a los chóferes de camiones de transporte de mercancías, capaces, teóricamente, de paralizar el país, desabasteciéndolo de todo tipo de existencias. (No había nacido Amazon)
En medio de la soldadesca que cumple órdenes, el personaje de Hoffa, interpretado por Pacino, es el único que tiene una dimensión humana trágica, una lacerante contradicción entre su condición de garante de los logros gremiales de sus afiliados y su manejo como factor de poder en la política norteamericana. Su progresivo extravío narcisista, su trastorno con el mando, queda plasmado en un argumento justificativo terrible: “Este es mi sindicato”. Una alegoría de los abismos del poder.
Es fácil sucumbir a la tentación de buscar un mensaje moral en la película, tipo el crimen nunca paga. Como en casi todos los filmes de Scorsese, no parece haber redención, solo el cumplimiento de un destino asignado por una estructura superior que se lleva con agradecimiento y respeto. Dichosos por los bienes recibidos y el deber cumplido. Vaya alegoría.
Y, by the way, los Teamters son hoy dirigidos por James Hoffa, el hijo de…
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