Publicado en: El Universal
La política, en su acepción más básica y “carnívora”, remite a las actividades y dinámicas que se despliegan para la conquista y preservación del poder, el cíclico predominio de unos sobre otros. Al revisar a Maquiavelo y contrastar los aportes de Jean Bodin sobre el pacto de élites, por ejemplo, el propio Gramsci admitía que la nuez de la política «es que existen realmente gobernados y gobernantes, dirigentes y dirigidos. Toda la ciencia y el arte político se basa en este hecho primordial, irreductible”. He allí un punto de partida difícil de refutar. Pero eso hoy no excluye dotarla de un contenido ético que la separa de la idea del solo choque, la exclusiva dominación, el conflicto irresoluble, la ruptura incesante; y que incorpora los afanes de quienes procuran el poder, lo retienen o ejercitan en atención a un fin común, el aseguramiento de un bienestar que abarque a todos. Hablar de los “asuntos de las ciudades”, como ya lo hace Aristóteles en su Politiká, remite de hecho a la esfera del “buen gobierno”. A ese intento de adecuar medios y fines (individuales y colectivos), para gestionar la cosa de todos, resolver conflictos dentro de las sociedades, evitar la desintegración social.
Podríamos decir entonces que si bien el ejercicio de la política no prescinde de esa lucha por hacerse del poder en un marco hobbesiano de miedo y escasez, también supone gestiones para definir sus límites y funcionalidad. En las sociedades modernas, democráticas, esta consideración es particularmente importante: acotando, dotando de nuevo sentido a la capacidad de conseguir que un actor haga algo que por sí mismo no habría hecho (R.A. Dahl). Así, la ecuación dominación-norma-autoridad se contagia de esa consciencia de la responsabilidad que tiene el dirigente en la felicidad de los dirigidos. Algo que, en el más propicio de los escenarios, obliga a líderes-estadistas a preocuparse no sólo por amplificar su influjo presente, sino a interpelarse sobre el “para qué” de ese poder. El interés personal de trascender, dejar “legados” dignos de recordación por sus bondades para una sociedad, muta así en acicate que no traiciona, sino que potencia el interés general.
“Empezamos tratando de modificar lo que podemos ver, pero las vibraciones que desencadena nuestra acción a veces llegan hasta lo más profundo de nuestra sociedad, perturban estratos a los que no prestamos ninguna atención consciente y sobrevienen toda clase de resultados indeseados”, advertía Isaiah Berlin. En cuanto a sus consecuencias y alcances, los extravíos del liderazgo no pueden equipararse a los del ciudadano común. De allí que la disposición a desmenuzar, comprender y aislar la falla de quienes aspiran a conducir multitudes, nunca debería subestimarse, por más incomodidad o dolor que ello entrañe. (“Asesinamos para diseccionar”, escribía el poeta William Wordsworth en 1798). La crítica estratégicamente abordada, útil para corregir la torcedura que se vuelve crónica, por otro lado, ayudaría a generar incentivos que sensibilicen a esos decisores respecto a la necesidad del cambio de rumbo. Y no hablamos de una aspiración utópica, por cierto. El interés por dar forma a ese legado no sólo plantea dilemas morales. También supone resolver asuntos de carácter pragmático como la supervivencia a largo plazo de un proyecto político cuestionado, y el irreversible costo reputacional cobrado con votos-enojo, votos-guillotina en la contienda electoral.
Es lógico pensar que en la base de tales transformaciones esté la perspectiva de actores racionales, capaces de calcular costos de sus movidas y de optar por lo que les supone mayor beneficio y menor pérdida: aquello que efectivamente funciona para una determinada esfera de acción. Al anticipar la respuesta de individuos sometidos a nuevas incertidumbres, no cabe creer en naturalezas inmutables. En ese caso, conviene estrujar las virtudes del diálogo político (no un espacio para el intercambio infalible, sino apto para tramitar la más prosaica puja de intereses). La posibilidad de deconstruir al adversario, humanizarlo, diferenciarlo, convertir el conflicto en cooperación, es vital. Con el mismo aplomo y responsabilidad que hace falta para tender esos puentes, también habría que trabajar para que cierta ética de los principios active su mejor faceta. Porque, ¿quién, pudiendo ser recordado como un constructor de bienestar, preferiría pasar a la historia como un remozado Atila?
Ejemplos de esa singular elección, no faltan. En 1992, tras ingentes presiones políticas y económicas, Jerry Rawlings -quien en 1979 y 1981 encabezó sendos golpes de Estado, alzándose como gobernante de facto en Ghana y valedor de una extravagante propuesta populista de “democracia sin partidos”- decide abrir caminos para la instauración de un nuevo orden constitucional. “La gente decía de mí: tenía el poder y pudo aferrarse a él. Pero, aunque hubiera querido, no habría sido capaz… a los líderes africanos ya no se les toleraban estupideces ni que se empecinaran en desoír a la gente. Opté por la opción más fácil, la más sensata. Al menos a mí me parecía que no había otro camino, que no había alternativa a la celebración de elecciones libres y la renuncia después de mi segundo mandato presidencial”. Frente a los incentivos correctos, las transformaciones más improbables quizás, quizás podrían dejar de serlo.