Los rectores oficialistas (principales y suplentes) del CNE se han montado en un estrafalario autogolpe. Pusieron sus «cargos a la orden». A hoy, nadie sabe a ciencia cierta si los renunciaron o si este «gesto» ocurre por propia decisión. Y, la verdad, la razón es irrelevante.
Mucha gente ha muerto, ha sido herida o ha tenido que desterrarse por el derecho a elegir a quienes dirijan el estado. Es un derecho que, aunque quizás se nos haya olvidado en estos años tenebrosos, es inalienable. Es de nuestra absoluta propiedad. No pertenece a ningún partido, conglomerado, facción, o grupete de poder. Y eso, por simplón que parezca, es crucial. Cuando se pretende conculcarnos ese derecho, tal afrenta debe encontrarnos siempre de pie, firmes, de frente.
¿Nos han violado derechos? Sí, en incontables oportunidades. ¿Han pisoteado a la democracia? Ni qué decir en cuántos y diversos modos. ¿Nos hemos equivocado? Sin duda. Pero, «El éxito no es definitivo; el fracaso no es fatal. Es el coraje para continuar lo que cuenta.» La frase se atribuye a Churchill.
Hay varias jugarretas sucias en proceso. Y están, otra vez, sembrando el camino con minas quiebrapatas y convirtiendo, otra vez, al CNE en un espantapájaros. Generan, otra vez, una crisis innecesaria. Y haremos bien en no comprarla, en seguir adelante, sin caer en trampajaulas. La comisión organizadora de primarias ha hablado. Con claridad.
Estamos en la vecindad de un acto democrático; es tiempo de tomar decisiones. Me encantaría ver un debate -muy democrático- entre los aspirantes a la candidatura unitaria de oposición. Un debate público, en vivo y en directo, no coreografiado. La democracia, con sus cualidades y deficiencias, sólo es posible si quienes pretenden posiciones de liderazgo entienden que existen exigencias sin atajos. Que el más elemental concepto de democracia supone aceptar que se trata de estar dispuesto a competir con contrincantes en un «fair play». Se trata de comprender que la decisión final compete a los electores, quienes por cierto representan también a los no habilitados para votar.
Hay una tendencia a que cada aspirante se explaye en soltar frases publicitarias que quepan en los límites de un tuit, o en largas peroratas describiendo su plan de gobierno. La gente de a pie pasa de largo en ambas esquinas. Necesitamos saber algo más profundo: qué clase de país tendríamos al final del gobierno de ese aspirante que nos pide lo apoyemos con nuestro voto. Es decir, cuál será su legado. ¿Cómo el liderazgo impulsor de qué lo reconocerá la historia? Esa debe ser la pregunta que deben responder y que hasta ahora, por desconocimiento, por indefinición, por indecisión o por temor, han esquivado.
Señoras y señores aspirantes: no se le puede pedir a la ciudadanía que emita un juicio de valor (eso es el voto) sin darle el principal elemento de juicio, el legado.