Un vagón de tren llega a su destino. La carga es desembarcada entre gritos y rifles que apuntan. La «carga» son judíos. Hombres, mujeres, niños, ancianos. Durante el trayecto han estado encerrados en ese vagón. Algunos han muerto y sus cuerpos están entre los vivos. Una mujer hace lo que se le ordena. Su valija le es arrebatada y lanzada a lo que es montón de equipaje. Un guardia nota algo extraño. La valija se mueve y, a pesar de los gritos, se escucha un llanto. El guardia tercia su rifle y busca. Consigue la valija. La abre. Adentro, un bebé de pocos meses. El guardia saca el sollozante niño. Lo toma por los pies y lo estrella contra las paredes de un camión. Cesa el llanto. La madre trata de llegar. No se lo permiten. Desmaya. Acabaría en los hornos crematorios.
Hamas, y otras organizaciones de su mismo tipo, son una versión del nazismo. «No puede sorprender que hayan perpetrado un ataque sanguinario contra Israel», leo en una de las miles de notas que llegan a mi correo. Algo muy mal, muy tenebroso ocurre cuando dejamos de sorprendernos ante el ejercicio de la más perversa maldad. No sorprendernos es el camino a acostumbrarnos. Así se llegó al Holocausto. Así el oído se nos habitúa al lenguaje del terror. Y dejamos de ser humanos para convertirnos en demonios.
Ver las tomas del ataque en Israel me produce un dolor mucho más hondo que lo que expresan las ocho letras de la palabra «tristeza».
Cuando priva el lenguaje del terror, la Humanidad es menos humana.
Abrazo a mis amigos judíos. Y necesito desesperadamente que me abracen.