El merito de la ignorancia – Tulio Hernández

Por: Tulio Hernández

Es como si al momento del despegue el piloto designado paratulio-hernandez2 conducir, digamos, un Airbus le informara a los centenares de pasajeros ya instalados en cabina que desconoce de esos aviones, que no ha sido entrenado para manejarlos y, peor aún, nada sabe de aviación.

Algo análogo acaba de ocurrir en Venezuela con el ministro de Cultura. Dos semanas después de su nombramiento, Fernando Iturriza, el nuevo ministro, se deja entrevistar en Últimas Noticias y declara que pensó: “Yo no sé nada de cultura, por qué me van a poner ahí”.

Las consecuencias de esta confesión no serán ni han sido las mismas que tendrían la del piloto. No ha habido ni habrá escenas de pánico. Artesanos recogiendo su equipaje de mano y huyendo. Ni músicos renunciando a su cuota anual en el programa de Cultura Popular, solo porque el nuevo ministro confiesa su ignorancia plena de la materia en la que ahora es máxima autoridad.

Pero, desde el punto de vista ético, político y gerencial, ambas confesiones tienen el mismo significado. Si una persona acepta pilotar un avión sin conocer el oficio, y otra, conducir un ministerio sin saber de la materia ni tener experiencia alguna en el campo que administrará, pues, estamos ante dos irresponsabilidades, dos formas de irrespetar las trayectorias profesionales del área y a los ciudadanos a los que se supone deben servir.

Pero la declaración del pasado 21 de septiembre, en la entrevista firmada por Víctor Amaya, también pone en evidencia a quien tomó la decisión. Porque al nombrar como ministro a alguien que confiesa desconocer el campo, y tampoco es un destacado gerente con trayectoria en la gestión pública, el presidente espurio demuestra su desprecio profundo por una comunidad y por una dimensión de la vida social contemporánea –la de la cultura y las políticas culturales–, cuya importancia para el desarrollo humano es cada vez más reconocida por los países y gobiernos contemporáneos. Subestimación pura: Nicolás no ha puesto al frente de Salud a alguien que no sea médico.

En la actualidad la gestión cultural ha adquirido tal importancia que es objeto de doctorados y maestrías. Quien escribe estas líneas ha sido profesor por largos años en muchas de ellas en América Latina y Europa. Y sabe bien que en los países que tienen gobiernos con vocación de servicio se le entregan estas responsabilidades a gente con formación especializada.

Miremos por ejemplo a Brasil, Lula –quien se supone es admirado por los rojos– tuvo como ministro de Cultura al músico y activista cultural Gilberto Gil, quien hizo una brillante gestión convertida en ejemplo internacional. Colombia, luego de la Constitución de 1991, a un experto hombre de teatro, Ramiro Osorio, quien al terminar su gobierno fue invitado a México a dirigir el Festival Cervantino. Y en Cuba el ministro Abel Prieto, aunque sirva a una tiranía, es un poeta que hizo previamente una larga carrera como gerente cultural.

 Sin ir muy lejos. En Venezuela el primer departamento de Cultura a escala nacional lo creó Luis Beltrán Prieto Figueroa, maestro y poeta, cuando fue ministro de educación en 1948. El Inciba, el primer instituto autónomo de la democracia dedicado a la cultura, fue concebido por ese brillante escritor del continente llamado Mariano Picón Salas, quien murió cuando se disponía a dirigirlo. Y cuando a José Antonio Abreu, tan respetado por Hugo Chávez, le correspondió ser presidente del Conac, en el segundo gobierno de Pérez, ya había sido Premio Nacional de Música y creado y dirigido durante catorce años el Sistema Nacional de Orquestas, experiencia que le permitió hacer también una gestión memorable.

Ojalá a Iturriza no le ocurra algo similar a aquella ministra de cultura española en un gobierno de Aznar, escogida por similares razones de la ignorancia como mérito, quien en plena Feria del Libro de Guadalajara declaró a los medios estar muy emocionada porque aquel día iba a conocer “a esa brillante escritora portuguesa llamada Sara Mago”.

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