“No he querido hablar aquí de valentía, sino de miedo. Llamar la atención sobre la cobardía de los partidos políticos y de los periodistas venezolanos ante las evidencias de torturas que el informe de la ONU ha verificado entre nosotros. Para deplorar su silencio sepulcral, su pública indiferencia, su irresponsabilidad injustificable a estas alturas de la historia”.
Publicado en: La Gran Aldea
Por: Elías Pino Iturrieta
Los antiguos vieron en el miedo un poder superior que los hombres no podían dominar sin auxilios metafísicos. Por eso los griegos divinizaron al temor y al miedo en los templos de Deimos y Phobos. Ante Phobos se inclinó Alejandro en la vigilia de la batalla de Arbelas, para que sus huestes se impusieran frente a la preocupación de ser aniquilados por el enemigo. Cuando se convirtieron en divinidades romanas los dioses se llamaron Pallor y Pavor, ante cuyos altares se hacían sacrificios para que la valentía acompañara a los soldados. De acuerdo con los anales de Tito Livio, Tulio Hostilio multiplicó el culto a las deidades de los cobardes cuando vio a su ejército escapar despavorido ante los albanos. Para espantar a los follones y a los pusilánimes, desde luego.
Estamos ante un tema sobre cuya influencia se ha puesto atención desde los tiempos clásicos, pero en torno al cual no se insiste como creador de conductas individuales y colectivas de importancia. Escribe al respecto el historiador German Delpierre: “La palabra miedo está cargada de tanta vergüenza que la ocultamos. Sepultamos en lo más profundo de nosotros el miedo que nos desgarra las entrañas”. Un maestro de la historiografía tan importante como Guglielmo Ferrero asegura que todas las civilizaciones son el resultado de una larga lucha contra el miedo, factor sin cuyo análisis jamás se entenderá la evolución de la humanidad. Sin embargo, y pese a su trascendencia, no abundan los estudios sobre el tema. Al contrario, la memoria colectiva se ha dedicado a ensalzar las virtudes heroicas de pueblos combativos como Esparta, y las leyendas troyanas sobre el coraje físico de unas comunidades dirigidas por unas encarnaciones del desprecio a los riesgos y de la consecución de epopeyas de bizarría que imitaron en la Edad Media los protagonistas de los libros de caballería, o después figuras de carne y hueso como Juan sin Miedo y Carlos el Temerario.
Para rematar, autores ineludibles han relacionado el miedo con el origen inferior de la mayoría de los hombres, a quienes está negada la posibilidad de destacar en los negocios públicos por su innata naturaleza gallinácea. Virgilio escribe en Eneida que “el miedo es la prueba de un bajo nacimiento”. Cervantes muestra a Sancho Panza como encarnación de una prudencia que en ocasiones más se relacionaba con la poquedad del ánimo que con la sensatez del razonamiento. En los Ensayos de Montaigne se lee que la cobardía forma parte de la esencia de la “canalla vulgar”. Ya en el siglo XVIII, La Bruyere asegura que los miembros de las escalas “más bajas y serviles, la canalla más vulgar”, están condenados a la cobardía debido a que la búsqueda de la fama les está vedada. Así pues, y pese al vuelo de pájaro que ahora se ha hecho, se puede afirmar que la mayoría de las fuentes de reconocida importancia en la cultura occidental relacionan el miedo con características deplorables y persistentes de los pueblos, mientras consideran la valentía como producto de relevantes y excepcionales acciones individuales.
La perspectiva cambia con la Revolución Francesa. Como escribe Jean Delumeau en un volumen imprescindible, El miedo en Occidente (Taurus, 1989), “los villanos conquistan a brazo partido el derecho al valor”. Ya no por la fama, sino por ocupar el lugar que les habían negado la historia y la mayoría de los autores influyentes hasta el siglo XVIII, hacen demostraciones de coraje que no solo cambian las relaciones políticas en su país hasta volverlas irreconocibles, sino que también ponen a temblar a todas las monarquías de Europa y a llenar de esperanzas al mundo hispanoamericano. Se le había negado al hombre común su entrada en los espacios de la bravura, en los lugares de la intrepidez, pero en adelante, partiendo de sus hazañas en París que desmantelan los prejuicios y los valores del antiguo régimen, o de épocas remotas, los ocupa sin que nadie se atreva a desplazarlo o a negar su protagonismo. Desde entonces la explicación de los procesos históricos, de sus puntos culminantes y decisivos, contempla hazañas de valentía popular que nadie había recalcado con la debida seriedad, o con el merecido respeto.
Pero no he querido hablar aquí de valentía, sino de miedo cochino, como se ha visto. Y no he pretendido un testimonio de erudición sino un dorado de píldora, es decir, ser medroso sin expresarlo cabalmente para llamar la atención sobre la cobardía de los partidos políticos y de los periodistas venezolanos ante las evidencias de torturas y violencias que el informe de la ONU ha verificado entre nosotros, y cuya autoría atribuye con creces a la dictadura de Nicolás Maduro. Para deplorar su silencio sepulcral, su pública indiferencia, su irresponsabilidad injustificable a estas alturas de la historia. Mas para acusarlos de cagones sin paliativos comencé en la antigüedad y terminé mentando a los sans-culottes, no solo porque una sola afirmación no bastaba para rellenar el espacio requerido por un artículo de opinión, sino también porque había que meterle algo de seso a una falencia tan dolorosa sin echarla al basurero con una sola patada. Lo cual, por último, no deja de ser una demostración de temeridad que todavía no me atrevo a propinar sin algo de prólogo.