Los ciudadanos que no quieren que un líquido penetre en su cuerpo pese a que pueden ser víctimas de una pandemia, o atentar contra la salud ajena, no son unos irresponsables atraídos por la improvisación o animados por la novelería. Responden a unos valores en cuyo centro se han refugiado los presupuestos fundamentales de la cátedra que ha formado los modelos de convivencia más exitosos de nuestros días. ¿Esos negacionistas sabrán que son una extravagancia en el caso venezolano porque nadan contra la corriente de la historia patria?
Publicado en: La Gran Aldea
Por: Elías Pino Iturrieta
El enfrentamiento entre la libertad individual y el bien común ha cobrado auge en nuestros días debido a los peligros del coronavirus, pero no ha tenido mayor influencia en la sociedad venezolana. Entre nosotros no se plantean las polémicas de otras latitudes en las cuales se oponen los fueros del ciudadano a los apremios de la salud colectiva, o apenas raras veces se ven. El vocablo negacionismo ha adquirido celebridad en las sociedades cuyos integrantes no se quieren vacunar porque ceden el derecho inalienable de decidir sobre su vida, que los gobiernos de turno no deben vulnerar sin perjuicio de unos principios fundamentales de convivencia que ha logrado la civilización de inspiración liberal. No estamos ante un tema trivial, razón por la cual apenas se sugiere de seguidas una posibilidad de aproximación.
En nuestro caso existe una explicación obvia, una respuesta de cajón: No podemos optar por una posición ante una realidad que no existe, o que apenas se asoma en ocasiones. Si no hay vacunas, o no existen planes concretos de vacunación, ¿para qué perder el tiempo en oposiciones?, ¿para qué dispararle a un pájaro inexistente? La ausencia de los operativos sanitarios que la emergencia reclama impide una toma de posición como la que miles de individuos agitan en los Estados Unidos, en Francia y en Alemania, por ejemplo, ante la anhelada meta de una inmunidad de rebaño. Más todavía, aun en el supuesto negado de que tengamos hospitales abarrotados del antídoto y millares de empleados dispuestos a servirlo en jeringa de plata, tal vez sea lo más probable que las mayorías se apresuren a hacer cola sin pensar ni siquiera un segundo en el dilema entre el bien común y los derechos individuales.
“El vocablo negacionismo ha adquirido celebridad en las sociedades cuyos integrantes no se quieren vacunar porque ceden el derecho inalienable de decidir sobre su vida”
Pese a que la política venezolana ha estado marcada por el signo del liberalismo desde la formación del Estado nacional, o quizá también desde los tiempos de la Independencia, las prerrogativas individuales no han pasado del papel a los hechos. Una declaración tan trascendental como el Decreto de Garantías publicado por Juan Crisóstomo Falcón después de la Guerra Federal, se quedó en las nebulosas. Su nómina de las prendas de las personas que serían obligatoriamente respetadas hasta el fin de los tiempos, como la vida, la propiedad, el hogar doméstico, la correspondencia privada, la opinión de cada cual, la posibilidad de reunirse para discusiones públicas y el tránsito sin trabas, se perdió en la truculencia y en la soberbia de su sucesor, Antonio Guzmán Blanco, y en los programas partidistas del siglo XX que se olvidaron del individuo para declarar su preferencia por las masas irredentas.
La consideración de los derechos particulares se volvió agua de borrajas durante la gestión de los liberales amarillos y en las propuestas de los partidos nacidos después del gomecismo, para que todo fuera cada vez más pueblo y cada vez menos ciudadanía. Pensar en uno antes de considerar los intereses colectivos se convirtió desde entonces en paradigma de egoísmo y de conservadurismo recalcitrante, en pecado apenas confesado ocasionalmente ante el riesgo de una condena en plaza pública. No se trata de una imposición de la “revolución bolivariana”, a la cual achacamos todos los males. Es el resultado de un proceso de tendencia populista y demagógica que ahora solo vive su capítulo más escandaloso. Primero el pueblo que yo, lo colectivo determina necesariamente el destino del individuo, mi derecho no se parangona con los derechos de las mayorías, aunque no advirtamos que la magnificación del panorama, la preferencia exacerbada por lo genérico, habitualmente se convierte en detrimento de las personas que lo forman.
Estamos frente a un asunto de vericuetos jurídicos e implicaciones morales que pesa en las sociedades construidas bajo la influencia de las corrientes liberales a partir del siglo XVIII, y que no se puede despachar en un artículo dominical. Los ciudadanos que no quieren que un líquido penetre en su cuerpo pese a que pueden ser víctimas de una pandemia, o atentar contra la salud ajena, no son unos irresponsables atraídos por la improvisación o animados por la novelería. Responden a unos valores en cuyo centro se han refugiado los presupuestos fundamentales de la cátedra que ha formado los modelos de convivencia más morigerados y exitosos de nuestros días. Esos negacionistas son una extravagancia en el caso venezolano porque nadan contra la corriente de la historia patria, porque tal vez nadie exagere al afirmar que han nacido de la nada, o de formas rudimentarias de actuar ante los desafíos del bien común, pero pueden ser los adelantados de una tendencia prometedora. Pueden ser los pioneros del intento de meterle el freno a unos arraigados mandarinatos que se inmiscuyen cuando les parece y como les parece en la esfera de la vida pública y en los rincones de la vida privada.
Siempre que se abstengan de manifestaciones callejeras que resultarían escuálidas y, desde luego, que su inspiración no sea un sujeto tan deplorable y vacío como Jair Bolsonaro.
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