Por: Sergio Dahbar
En estos días aciagos para el periodismo venezolano, cuando medios tradicionales son adquiridos para ser silenciados, periódicos tienen los días contados porque no han recibido autorización del gobierno para adquirir papel, y señales internacionales desaparecen de la parrilla por obra y gracia de Conatel para que no informen lo que sucede en las calles, la muerte de El Pantera es una noticia que tiene doble filo.
Se llamaba Gregorio Jiménez de la Cruz y era mexicano. Tenía 46 años, 7 hijos y 10 nietos. Nunca pasó por una escuela de periodismo. Ni por otra universidad que la vida. Aprendió a escribir y a leer en ratos libres. Y el día que decidió que sería periodista, le pidió a un amigo que le enseñara a redactar una noticia. La clase magistral se resumió a entradilla, cuerpo y desenlace. Con eso bastó.
Sin formación, pero con agallas, El Pantera (como firmaba sus notas) recibió el encargo de un jefe de redacción del sur de México, en Coatzacoalcos, donde los asesinatos se volvían una rutina peligrosa, para que cubriera esas muertes.
Le regaló el Manuel de Periodismo que contenía las lecciones de Vicente Leñero, recuperadas por Carlos Marín, y que es un clásico en todas las escuelas de periodismo de México. Con esas herramientas y una moto comprada a plazos, era el primero en aparecer en el lugar del crimen.
El Pantera estudió computación y tomó un curso de fotografía que le permitió captar imágenes en las fiestas de Villa de Allende y de Quintana Roo, en Coatzacoalcos. El mismo revelaba su trabajo. Con los ahorros, construyó su morada de Villa de Allende.
Medios como Milenio, Proceso, y El País de España, han dado cuenta de una muerte injusta, la de un hombre sencillo que ejercía la profesión con las uñas. Conoció a su esposa Carmela en 1990. Se acercó a comprar refrescos al detal de verduras de la mamá de ella, en Coatzacoalcos. Con el tiempo se convirtió en su compañero de vida. Vivieron juntos 22 años.
El Pantera trabajaba para diferentes medios de comunicación regionales. Uno de ellos era La Red. Poco después comenzó a escribir para El Liberal del Sur. En 2012 ingresó a Notisur. Siempre cubría notas rojas. Sabía que en esa sección se esconde un retrato de la condición humana que ha servido para grandes crónicas en la historia del periodismo.
Nadie sabe hoy si El Pantera entendió que al escribir una noticia a finales de enero pasado firmó su sentencia de muerte. Era un caso sin mayor importancia. La desaparición del Cometierra. Lo secuestraron y 48 horas después nadie sabía qué había ocurrido.
Ya desde antes El Pantera había reportado en sus notas una ola de secuestros que quedaban en la impunidad. Sus investigaciones lo condujeron a una mujer de la zona, Teresa de Jesús, la dueña de un bar cercano a su casa, donde se tenía noticia de que habían desaparecido dos inmigrantes.
Según sus investigaciones, De Jesús estaba involucrada en la desaparición de centroamericanos que buscaban atravesar México para llegar a Estados Unidos. Ella canceló mil quinientos dólares para que asesinaran a El Pantera, que nunca le hizo caso a sus amenazas. Oficiales de la policía mexicana encontraron los cuerpos del Cometierra y El Pantera en la misma fosa.
La esposa de El Pantera sabía que algo malo traería esa extraña profesión que había cautivado a su esposo. Nunca estuvo de acuerdo en que escribiera sobre muertos y desaparecidos. Hacía tiempo que insistía en que se mudaran al Caribe mexicano, para tomarle fotos a los turistas. Así podrían envejecer en paz.
La muerte de El Pantera, un humildísimo periodista del sur de México, tiene doble filo porque por un lado señala uno de los ineludibles peligros que se cierne en América Latina sobre la profesión del periodista. La muerte y la impunidad. Resulta muy barato matar a un reportero y muy caro resolver su muerte.
El otro filo es que la historia vital de Gregorio Jiménez de la Cruz demuestra que se puede hacer periodismo con una cámara en un celular y en un cibercafé. Con esas herramientas un hombre común se vuelve un ser humano digno. Y muy peligroso. No hay que olvidarlo cuando todas las puertas tradicionales se cierran.