Cuando cae un aguacero, una «lata de agua» como decimos aquí, de poco sirve ponerse bajo un paraguas agujereado. De eso se trata la circunstancia que se vive en Venezuela. Son muy poquitos los que hoy consiguen guarecerse de esta lluvia. El fracaso permea transversalmente todas las llamadas clases sociales. Se salvan del desastre pocos, fundamentalmente los que nos estafaron y esquilmaron, esos que nadaron o nadan en las corrientes del poder, los que supieron enchufarse. No me refiero tan sólo a dinero, que también daría para una enjundiosa tesis. La estafa va más allá. Porque se robaron el santo y la limosna. Suicidaron la esperanza, el ánimo, el empuje de millones de personas. Dieron al traste con las posibilidades reales de al fin acabar con dolores endémicos con olor a siglo XX. Vapulearon la dignidad y honra de los venezolanos. Porque forzar a las personas a mendigar comida, medicinas, ladrillos, cemento y hasta un puesto de trabajo con el cual agenciarse un mísero y devaluado ingreso, eso es aplastar todo lo digno y honroso a lo que tiene derecho cualquier ciudadano por el simple hecho de serlo.
Se me dirá que el gobierno actual no tiene mayor culpa en este estado de calamidad. Bueno recordar que éste es un gobierno hijísimo del anterior, presidido por «el elegido», alguien que desde el mero inicio estuvo en posiciones de Estado importantísimas, que no ha dado signo alguno de discrepancia con las políticas del finado. Así las cosas, camina igual, tose igual, es igual. Es el mismo mal del que nos estamos muriendo. La misma miasma. 16 años de pasarle la hojilla al país.
El más reciente » episodio» eriza la piel. Mientras más se sabe, más asquea. Dos no tan muchachitos son arrestados en la isla de Petion, con 800 kilos de droga que tenían como destino el Imperio. Los querubines portan pasaportes diplomáticos venezolanos. Alegan parentesco cercano con Miraflores. Requisas posteriores dan cuenta de una mansión en otra isla, hay un yate y unos kilitos de heroína. Me apuntan que en el expediente hay mucho más. Las novedades producen náusea. Pero perturba el silencio sumarial de Miraflores. Cero disculpa, ni atisbo de una explicación. Es un barranco que nadie asume. Y ella, ella calla. Se intenta sepultar todo este sórdido asunto. Que los venezolanos no preguntemos. Los siervos de la gleba de este país feudal no tenemos derecho alguno a saber lo que ocurre.
De este mejunje, como de tantos otros nos enteraremos lo que se cuele subrepticiamente en las redes, lo que nos relaten desde allende las fronteras, lo que algún atrevido reportero consiga poner en una nota que logre superar la censura. El procedimiento, de libreto. Negarlo todo. Infundios mediáticos, mentiras imperiales, campaña de desestabilización. Eso declara el de los ojos bonitos. Habla y no aclara. Oscurece. El manual marca que hay que dejar que el tiempo corra para que, una vez más, mandemos todo al olvido, como solemos hacer los venezolanos. Que el episodio se pierda en los paisajes de las colas y las infinitas carencias.
El país padece. Rato ha que no ve luz. Llueve y no escampa. El oficialismo insiste en la campaña del susto. Regala paraguas. Con huecos. Votar por el rojismo garantiza una cosa: seguir empapados por esta lluvia ácida. Venezuela quiere cambio. Lo necesita. La iguana quiere suicidarse. No nos suicidemos con ella.
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