En esta historia hay al menos una metáfora, una mueca del destino y una paradoja en forma de cicatriz. Las tres figuras construyen la escena de un suceso desgraciado en el marco del segundo golpe de Estado que se produjo en Venezuela hace, hoy, treinta años exactos. Según cifras oficiales, el 27N hubo 171 muertos, 142 de ellos civiles y 29 militares; las no oficiales hablan de unas 300 víctimas. Hubo además un F-16 que el Estado, confiado, había puesto en manos de un golpista que después fue ministro, y con ese F-16 el hombre rompió la barrera del sonido y aterró a media ciudadanía aquella tarde. Era una advertencia. Las cifras de muertos incluyeron a un periodista tiroteado por un soldado anónimo. He aquí la historia de ese día vista desde ese periodista, Virgilio Fernández. ¿Acaso lo nombrará Nicolás Maduro en algún discurso?
Publicado en: La Gran Aldea
Por: Sebastián de la Nuez
La metáfora es el país como símil del papel periódico, que ha quedado para dar cuenta día tras día de una misma noticia: su propia decadencia. Venezuela es, en concreto, El Universal o, mejor dicho, la miseria que queda de él. De las tres grandes rotativas que todavía guardan sus sótanos, dos se están desmantelando y vendiendo como chatarra. El periodismo convertido en chatarra. La otra rotativa tal vez se venda entera pero eso no será para subirle el sueldo a los que sobreviven como empleados y sacan una versión menesterosa de los cuatro cuerpos y 120 páginas que antes era El Universal de los domingos. En la Sala de Redacción quedan siete u ocho zombis, no cien redactores, fotógrafos y diseñadores como antes hubo. El Universal es hoy el costillar chupado de lo que una vez fue y a sus puertas se agachan los indigentes, a partir de cierta hora, a hacer sus necesidades. Un fotógrafo, uno que lleva cuarenta años o más capturando la historia y sus protagonistas, no recibirá un céntimo de los despojos que se rematan al mejor postor sino que habrá de conformarse con sus 150 dólares mensuales después de todos estos años, más un bono de cincuenta, mientras siga trabajando allí; aunque de todos modos no hace mucho porque le ponen una pauta una vez por cuaresma. Si no es por sus hijos en Miami y porque durante las vacas gordas se hizo de un apartamento propio, estaría en la calle o en condiciones de extrema precariedad junto a su mujer.
Esa es la metáfora y esta la voltereta del destino esquizofrénico ensañándose en un reportero tal día como este domingo 27 de noviembre: Virgilio Fernández, 31 años apenas, redactor en la sección de política, reconvertido este día en corresponsal de guerra. No pudo con eso. Se convirtió en la primera baja del periodismo en tiempos de chavismo, por causa del chavismo, a manos de un chavista con un arma en las manos.
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Esta es la crónica del suceso contada desde la memoria -llorosa, traumática, incluso rabiosa en ocasiones- de la reportera Carmen Carrillo, la principal testigo sobreviviente. Los otros dos sobrevivientes son José Gregorio (a secas, no fue posible conseguir mayores datos), hijo del dueño del estacionamiento donde se guardaban los carros del periódico y quien sirvió de chofer ese 27N, y Morella Scannone, fotógrafa, hija de quien fuera la primera esposa de Luis Teófilo Núñez Arismendi, socio minoritario de la familia Mata, fundadora del diario en 1909. «Te hablo con propiedad», dice Carmen Carrillo desde Buenos Aires, hija de una pareja de militantes comunistas. Claro que habla con propiedad. La bala que mató a Virgilio le dejó a ella una marca alargada sobre un seno, imborrable. ¿El destino no es un cínico mago?
Trabajó Carmen Carrillo desde 1981 a 1991 en El Nacional, pero en agosto de ese año emigró para El Universal por una cuestión de sueldo. Luego regresaría. Cinco años en El Universal y un mal recuerdo de su jefe inmediato, cuyo nombre es mejor omitir. A ella le abrió la puerta el director Carlos Croes pero el otro trataba de hacerle la vida imposible, según cuenta, por la sencilla razón de que era la única mujer en la sección política y eso no debía de gustarle al hombre, siempre según la opinión o el recuerdo que se llevó Carmen. Ya se lo había advertido su padre, que se saliera de la Escuela de Periodismo, que se bajara de esa nube, que esa profesión estaba plagada de machistas mala gente. En fin. Cinco años solamente en El Universal, un mal recuerdo de un jefe y una cicatriz de por vida.
La noche entre el 26 y el 27 de noviembre de 1992 durmió en casa de su tía paterna, Carmen Luisa, en Santa Mónica. El veterano Valeriano Humpiérrez la había invitado a su programa en Televen, en el Centro Comercial Los Chaguaramos, de modo que debía amanecer en la planta porque antes sería maquillada y la casa de su tía le quedaba cómoda y cercana, no tendría que madrugar tanto para llegar a tiempo. En todo caso, no asistió pues un segundo golpe de Estado estaba en curso desde muy temprano y se fue directamente al periódico. Llegó y Carlos Croes la mandó para Miraflores, diciéndole que se fuera a pie y anduviera con cuidado. Sin embargo, no pudo pasar. Tuvo que tirarse al piso varias veces en la Avenida Urdaneta porque se había armado una plomazón. Se devolvió al diario y es cuando se encuentra con Virgilio y Morella en las escaleras que conducen a Redacción. Virgilio la invitó a irse con ellos, los habían enviado a Makro, un foco de disturbios y saqueo.
Ella, después de un momento de vacilación, decide acompañarle. Al parecer, no le avisa a Croes ni le advierte a nadie. Sí le pregunta a su compañero cómo van a hacer si no hay chóferes disponibles; Virgilio le dice que está a la orden José Gregorio, hijo del portugués dueño del estacionamiento donde se guardan los carros del personal. El auto donde se montan es un Ford Zephyr cuatro puertas que por todos lados decía El Universal. No cabía duda de que era un automóvil de prensa.
Carmen se sentó detrás del chofer, Virgilio al otro lado, la fotógrafa Morella en el asiento libre delantero. Virgilio ordena o propone «vamos a la Locademia de Policía». Así le decían a la Policía del estado Miranda. El alcalde de esa entidad tenía fama de gay, de allí el sobrenombre ya que la película cómica estaba por entonces de moda.
–Cuando llegamos, esa vaina era un desastre. Patrullas volteadas y tiroteadas, puertas arrancadas de sus goznes… Nada. Nos enteramos, no me preguntes cómo porque no lo recuerdo, de que los Bronco habían bombardeado y disparado contra la Locademia. Acabaron con las patrullas, para que no saliera nadie a defender nada. Acuérdate que cuando el primer golpe [el 4 de febrero] salen la Disip y la PTJ a defender el Gobierno. Entonces, en este segundo golpe, los tipos tuvieron la previsión de destruir las sedes para que eso no volviera a ocurrir. Nos vamos y dice Virgilio que vayamos al Hospital Domingo Luciani [El Llanito, Petare] a ver si hay policías heridos allí. Virgilio entra al Hospital mientras José Gregorio y yo nos quedamos afuera, cada uno en un lado diferente del carro. En eso estamos cuando vemos dos aviones que se disparan o se persiguen uno al otro, van en dirección al Ávila. ¡Una batalla aérea que solo ha visto uno en películas! También venían llegando heridos del cerro más cercano. Pregunté y me dijeron que era que la Policía había entrado en los barrios y estaba haciendo una razzia…
Carmen asiste, a la entrada del Hospital, a la siguiente escena: quienes traen heridos los van soltando a las puertas del Hospital y se ponen a ver el tiroteo cada vez más cercano. Dice que veía cómo iban llegando de Petare con heridos, diciendo que la Policía estaba matando gente en sus casas. «Por eso traían heridos, pero los abandonaban allí y comenzaban a hacer apuestas a favor de uno o de otro bando. José Gregorio y yo estábamos asombrados». Jura haber visto con sus propios ojos todo eso, lo de las apuestas incluso.
Lo cierto es que reaparecen Virgilio y Morella cuando el tiroteo ha amainado; ella le explica al reportero lo que ha pasado, él dice que mejor se van, pero pasando por La Carlota. Ella pregunta qué ha recogido dentro del Hospital pero Virgilio no da detalles; sí, hay fallecidos y heridos, pero a él no le parece emocionante porque, total, él no es reportero de sucesos.
Si Virgilio realmente no encontró «emocionante» lo que ocurría en el interior del Hospital, al cabo de unos minutos entraría a formar parte, él mismo, de la crónica de sucesos de ese día. Cuando van a pasar frente a La Carlota en aquella recta desierta, Morella quiere detenerse: a un lado de la Autopista, un carro y una moto llaman su atención y quiere fotografiarlos: el carro aparece tiroteado y la moto acostada en el arcén, no en medio de la vía. No hay un alma alrededor. Carmen, desde el interior del coche, voltea hacia el edificio administrativo de La Carlota y ve, apostado en una ventana y con un arma larga asomando afuera, a un soldado. Ve cuando levanta el arma y les apunta. En ese momento trata de hablar.
–Y no me sale voz, Sebastián, solo recuerdo que puse los puños en posición de defensa como en el kárate (yo hice kárate mucho tiempo) pero no pude abrir la boca y avisar que nos estaban apuntando, no pude decirle a nadie nada; me congelé. Me quedé petrificada del terror… Es un arma larga, de guerra, que te apunta, ¿ok? Nosotros estamos justo en la mitad, enfrente del edificio donde está el tipo. Lo siguiente que escucho es un golpe, se rompe el vidrio de la puerta… Oye bien. Es verdad lo que dice José Pulido. Pulido, cuando regresó de Nicaragua, decía que la bala que te mata no la escuchas; escuchas todas las demás. Pero sí oímos esta bala porque choca y rompe el vidrio. A Morella la roza una bala en la frente pero apenas es un rasguño, acuérdate de que ella está con medio cuerpo afuera, haciendo la foto. Ella dice que solo sintió como una picadita, se mete al carro porque pensó que algún insecto la picaba. El tipo sigue disparando y le da al piso, es decir, tiene muy mala puntería, a Dios gracias. La bala que matará a Virgilio entra por la puerta, me da en chaflán a mí, estaciona dentro de Virgilio ya muy fría y lo destroza por dentro. Él me dice «me dieron». Yo veo el huequito en mi camisa, bajo la cabeza y huelo sangre, la huelo. Mientras tanto, el soldado sigue disparando, no escuchamos sino cuando las balas chocan contra el asfalto, pac, pac, pac… Pero no volvió a atinarnos ni atinar al carro. Empiezo a golpear a José Gregorio con los puños ¡en la nuca!, gritándole que retroceda. Nos agachamos pero con el brazo arriba le sigo dando por la nuca y diciéndole retrocede, retrocede. Él empieza a retroceder, acostado sobre Morella pero con la mano en el volante y el pie en el acelerador, en un momento dado Morella levanta la cabeza y le grita frena, frena; y cuando frena, empezamos a dar vueltas de trompo, gracias a Dios no volcamos sino que el carro da la vuelta poniéndose en dirección contraria. Quedamos con la trompa hacia donde venía un Jeep, un Jeep de los viejos, cuatro puertas, como azulito. Lo vemos, el tipo nos ve, se aparta y nos pasa por el lado. Quedamos cerca de la bajada de Santa Eduvigis y le digo al muchacho métete por ahí, yo conocía toda esa zona, nos metimos en dirección contraria y lo conduje hasta la clínica que está cerca de La Casona. Cuando llegamos, unos militares nos paran, no nos dejan entrar. Morella empieza a discutir con ellos diciéndoles que estamos heridos, y los militares, que no; se nos para al lado un soldado y nos dice que nos vayamos a la Clínica Metropolitana. Le indiqué el camino a José Gregorio hasta allá, yo solo pensaba «o me estoy muriendo o no me pasó nada», le dije todo y él se metió por donde le dije exactamente, pero cuando llegamos a la Clínica el vigilante nos hace señas de que no nos va a recibir…
Carmen le indica a José Gregorio que dé la vuelta a la rotonda y se meta por Emergencia, que estaba allí detrás y ella lo sabía porque hacía no mucho había ido con una amiga embarazada. Y le dice al conductor que si se le atraviesa alguien, se lo lleve por delante. Así mismo. No había ambulancia en el puesto de las ambulancias y pararon allí. Inmediatamente salieron unos camilleros.
–Ellos me ven con un huequito en el pecho, me van a agarrar para sentarme en la camilla y les dije no, llévenselo a él. Ahí es donde me dice Virgilio que no ve. Ha llegado consciente, con los ojos abiertos, pero me dice «flaca, ya no veo, flaca». Le dije varias veces no te mueras, no te mueras [suspiros entrecortados a través del teléfono, larga pausa].
No volvió a ver a Virgilio. A ella la atendieron enseguida.
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«La bala que te mata no es la que escuchas», había dicho Carmen citando al poeta y periodista José Pulido. Pero Virgilio sí escuchó la bala que le mató, simplemente porque la bala que le mató produjo un pequeño escándalo al romper el vidrio de la ventanilla del lado de Carmen Carrillo. Y sí, José Pulido estuvo en Nicaragua y de ese viaje salió su novela Una Mazurkita en La Mayor con la cual ganó el Premio Miguel Otero Silva de la Editorial Planeta. «Lo que escribí de la bala», dice por el móvil, «es porque había un fusil, el Galil, creo, que había sido diseñado para que sonara como ubicado en un sitio distinto: engañaba con el sonido. No había mucho misterio en esa frase».
Tampoco hay misterio en lo que vino después de la muerte de Virgilio Fernández, incluyendo el fallecimiento de su abuela, casualmente, ese mismo día, aunque luego se haya comentado que fue un infarto al enterarse de la noticia. No, no llegó a saberlo. Tampoco hay misterio alguno en los treinta años que han pasado. Lo que hubo fue confirmación. La confirmación de que aquel soldado que asesinó a Virgilio no era una excepción ni una anomalía en las filas militares.
La periodista Giuliana Chiappe, compañera de Virgilio en la Sala de Redacción de El Universal, lo recuerda con cariño después de todo este tiempo. Recuerda que era huérfano y que residía en El Cafetal, una bucólica urbanización en el este de Caracas que antiguamente se la consideraba «zona adeca». Virgilio vivía con sus dos hermanos en la casa familiar. Tenía poco tiempo en El Universal, unos meses apenas. «Se sentaba a mi lado, todo el mundo lo quería porque era muy amable», recuerda Giuliana. «Murió en la Clínica Metropolitana mientras lo operaban para sacarle la bala, yo estaba allí en ese momento».
Aquilino José Mata, avezado periodista de farándula y espectáculos, trabajó con Virgilio en El Nacional durante cuatro o cinco años, antes de que se fuera a El Universal. Le gustaba cubrir especialmente la fuente de música. Era muy melómano, ecléctico, desde rock y salsa hasta pop y disco music. Sí, era huérfano de padre y madre. Tenía una hermana y un hermano mayores que él. De la crianza de esos muchachos se encargó el dirigente político Manuel Peñalver, del partido Acción Democrática (AD) del cual fue secretario general. Era un viejo amigo de su familia, Virgilio militaba en la juventud de AD y estaba cabalmente enterado de la actualidad política. Era muy activo en AD.
Todo eso lo cuenta Aquilino y cuenta también que Virgilio era un individuo entrañable y que era amigo de Juan Carlos Delpino, dirigente juvenil del partido e hijo del líder sindical adeco Juan José Delpino, quien también lo quería como un hijo.
«Era un muchacho tranquilo, bromista y generalmente de buen humor. Llegó a manejarse muy bien en la fuente, porque era muy amigable y entrador cuando de indagar una noticia se trataba. Cultivaba muy bien su fuente. Una de sus grandes amigas era su vecina Mari Montes, periodista deportiva, a quien conocía desde siempre, siendo ambos muy chamos».
Como es bien sabido, Mari Montes es, además de todo lo que hace en el mundo del béisbol, colaboradora de este portal. Aquilino asistió al funeral de Virgilio, el suceso le afectó mucho y recuerda, ya que al mismo tiempo sería enterrada la abuela, que le impresionó ver los dos féretros, de abuela y nieto, en la capilla velatoria.
«La locutora Ana Martínez fue quien me lo recomendó para El Nacional. Ella era amiga de su familia y mantenían una relación muy estrecha. Conocí mucho a sus hermanos Gustavo y Lía, así como a Manuel Peñalver. A los hermanos tengo tiempo sin verlos, mientras que Manuel Peñalver y Ana Martínez, mi amiga de toda la vida, ya fallecieron».
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Han sido difíciles para Carmen todos estos años. Ahora vive en Buenos Aires con su hija de 25 años, chef de profesión. Es otra generación, otro país, otra ilusión. Tras contarme lo que me contó, añade: «Te digo que después de eso, en los medios de comunicación social salieron a ponerles cascos y chalecos antibalas a los periodistas. Ese fue el aporte de Virgilio».
La paradoja a la que me he referido: la condición de su propio padre, José Carrillo Romero, en tanto guerrillero del PCV. Fue del comando que secuestró al futbolista Alfredo Di Stéfano en agosto de 1963. La cicatriz que ella lleva sobre el seno viene de eso mismo, o de la proyección de ese deslumbramiento revolucionario en las manos de un caudillo golpista; su uso para venderse como salvador y vender una promesa utópica, atrabiliaria, alucinada. Carrillo Romero trabajó quince años en El Nacional. Antes asaltaba bancos, buscando dinero para la guerrilla. A José Carrillo Romero le decían Comandante Tomillo. Había caído, antes, preso durante el régimen de Marcos Pérez Jiménez. En la democracia puntofijista sería el segundo en una célula revolucionaria donde el primero era Alberto Lovera. El papá de Carmen tenía solo el bachillerato pero igual tenía buena ortografía, cuidada caligrafía, leía mucho. Había trabajado en la revista de la Tabacalera Nacional.
Empezó a hacer suplencias en El Nacional. Fue un corresponsal fijo en Puerto Ordaz (Ciudad Guayana) y se convertiría en amigo de los grandes nombres que hicieron leyenda de El Nacional. A Carmen la trataban con mimo Misael Salazar Léidenz o Heberto Castro Pimentel, quienes le tenían afecto por ser hija de quien era. Pero al principio no le pagaban. Su papá muere en 1983 siendo corresponsal y Carmen es enviada por el jefe de Redacción, don Mario Delfín Becerra, al puesto que antes ocupaba el exguerrillero en Puerto Ordaz. Se sienta en su escritorio.
Son cinco hermanos, pero ella es la única que siguió los rumbos azarosos del periodismo. Es la mayor. En Ciudad Guayana comienza a denunciar hechos de corrupción, antes y después del año 1998. Tuvo maestros que la aconsejaban. Se vio obligada a emigrar, está en Argentina desde el 24 de diciembre de 2018. Su madre se llamaba Marina Isabel Ágreda, también guerrillera. No hay mucho más que contar. Lleva su cicatriz, sus convicciones, su memoria. «He tenido suerte, la vida ha sido buena conmigo… a pesar de la muerte de mi amigo», me dice.
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Es cierto, las cifras oficiales hablan de 171 muertos, 142 civiles y 29 militares, aquel día de hace treinta años. Es una cifra mínima en comparación con todas las muertes que vinieron después. Mínima. Y Virgilio es nada más un periodista, no estamos hablando de México en estos tiempos de carteles del narcotráfico dedicados a amenazarlos y asesinarlos por el mero hecho de ser periodistas y hacer su trabajo. Estamos hablando de Venezuela.
Por supuesto, como dice Carmen con ironía, ella no tuvo oportunidad de ver si el soldado que disparó llevaba una tirita en la frente que dijera o bien «GOBIERNO» o bien «REBELDE». En todo caso, podríamos decir que todos los periodistas venezolanos son Virgilio Fernández. Lo han sido desde aquel 27 de noviembre, de alguna manera. Por cierto: que se sepa, jamás hubo una investigación que llegara a algún lado sobre el crimen de Virgilio Fernández, ni ninguna autoridad se hizo cargo, ni líder alguno se responsabilizó por nada; el asesinato, alevoso y gratuito, quedó impune. Con el crimen de Virgilio quedaba al descubierto aquello que nunca terminamos de entender: que un grupo de venezolanos guardaba un rencor visceral y hasta entonces soterrado hacia la prensa libre (o hacia la prensa, simplemente); uno de ese grupo había decidido dar un paso al frente, ya que se le abrió la oportunidad en bandeja de plata.