Publicado en: El Universal
El problema es el populismo. Ese populismo que encubre la pisada autoritaria. No es sólo la ausencia de una “ciudadanía ilustrada” como algunos sostienen con el mismo optimismo que vaticinaba el fin de la historia. Ni siquiera una economía que en algún punto tropieza con la trampa de las expectativas; la misma que el progreso, irónicamente, a veces acaba urdiendo en su contra. El problema abarca la rabia desordenada, el sentimiento de humillación que carcome a los pueblos cuando sus apetitos y angustias tropiezan con un muro infranqueable de realidades. El problema es el ascenso en paralelo de líderes capaces de hipnotizar a las multitudes, de ganárselas como se gana a un niño asustado y carente de afecto: con mimos y promesas de protección, no con reclamos, no con verdades que raspen como lija. Cuando la circunstancia junta los trozos de esas malhadadas contingencias (no en balde Maquiavelo daba tanto peso a la fortuna) la democracia se vuelve un espejito descolorido. Pierde su encanto, sí, mientras que el de estos singulares justicieros -campeones prestos a patear a los malos-malotes, sin mancillarse- lo que hace es prosperar.
El problema es el populismo. El populismo y su discurso seductor, intemporal, elástico, tan ideológicamente esquivo y acomodaticio que igual puede encandilar al pueblo mexicano como al húngaro, al polaco o al español, al norteamericano o al venezolano. A merced de la carencia real o forjada es difícil librarse de aquel embrujo: casi tan difícil como pretender zafarse de las debilidades que nos hacen humanos, esas que incluso invocan la insatisfacción cuando la estabilidad se hace rutina. En ese sentido, la sensación de desamparo que afecta a mayorías cada vez más desconectadas de partidos y sus representantes, la brecha de exclusión que allí cunde, debería encender una alarma. La del pueblo-demos que deviene en el prepolítico pueblo-plebe. La democracia representativa, tan afín a los referentes de la modernidad sólida, compite en terreno resbaloso con esta modernidad líquida que tan bien se acopla a la camaleónica danza del populista.
Y es que frente a la frustración que no cede, lo provisional, lo inmediato, lo novedoso, tienen hoy un brillo capaz de desmerecer la oferta que implica “esfuerzo, sudor y lágrimas”. Lo de Churchill aparece entonces como una boutade, un efectismo sin arraigos. El largo plazo y sus bregas han salido fuera del radar político. El “éxito” instantáneo que ahora miden los miles de RT o likes en las redes sociales luce difícil de superar, aunque nada demuestre que existe, efectivamente, y que puede traducirse en algún cobro mensurable.
El problema es el populismo y sus ecos, el nexo profundo, íntimo, primitivo, casi tribal que promueve entre devotos. Asociado al carisma -esa “inusual cualidad de una persona que muestra un poder sobrenatural, sobrehumano o al menos desacostumbrado, de modo que aparece como un ser providencial, ejemplar o fuera de lo común”, como lo describe Weber- también nos remite a una adhesión suprarracional. Y acá es donde la competencia con semejante criatura se complica. Cuesta encontrar argumentos lo suficientemente poderosos como para desatornillar el amor por un padre, la adoración por un inasible amante, la fe ciega que inspira un redentor, un mesías, un “gladiador” que encara a «confederaciones demoníacas». Un supraindividuo.
La neurociencia, por cierto, gran aliada del marketing electoral, dice que cuando aparece la preferencia o el rechazo ante un candidato estamos recibiendo un mensaje de la amígdala. Sentimos y luego pensamos, pues la información de los estímulos llega antes al sistema límbico que a la corteza cerebral… pero, ¿qué pasa cuando esa información se atasca por alguna razón en la primera estación, cuando no logra procesarse con rigor ni transformarse siquiera en “cognición cálida”? Contra esa tentación de un lastimado inconsciente, uno ya desprovisto de sistema de vigilancia, también lidiamos.
El problema es el populismo, su artero ataque a la democracia en nombre de la democracia, su asalto a la ley en virtud del decisionismo y la emergencia, la visión schmittiana de la política. Los neo-populistas también medran en los tajos, sobre ellos se afincan para apresurar la sangría de otras mediaciones. En carta abierta publicada por “The New Fascism Syllabus”, más de un centenar de académicos refrescan las lecciones del pasado, advierten que las “profundas perturbaciones sociales, políticas y económicas, incluidos los estragos de conflictos militares, las depresiones y las enormes presiones causadas por la globalización, sacudieron profundamente la confianza de la gente en la capacidad de la democracia para responder adecuadamente a sus dificultades”, creando condiciones para el surgimiento de regímenes autoritarios y fascistas. La democracia sucumbe cuando los demócratas dejan de serlo.
El problema fue y es el populismo, su empeño en multiplicar las dicotomizaciones allí donde había chance: combate de bien contra el mal, pobres versus ricos, pueblo versus élites, nacionalistas versus “globalistas criminales”, nativos versus inmigrantes, revolucionarios versus conservadores, “gente llana” versus intelectuales, patriotas versus apátridas; acción que moviliza versus razón que “paraliza” (Mussolini dixit). Todo brinda excusa para esas rivalidades en las que el líder-catalizador siempre se retrata. Frente a semejante labor de desintegración -paradójicamente potenciada por la revolución tecnológica- la razón democrática resiste pero no tiene garantizado el triunfo. ¿Qué hacer, entonces? Los tiempos han cambiado y aún en medio del vértigo, toca ponerse a la altura de estos remozados desafíos, no bajar la guardia. Los viejos-nuevos enemigos de la democracia no han resucitado por casualidad.
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