Por: Jean Maninat
Vaya categoría escurridiza, maleable, multisápida y romántica es la de pueblo. Cada quien guarda su interpretación particular en su cacerina argumental, la macera con esmero en la cavidad bucal, la pule con el esmalte de los dientes y en las grandes ocasiones se empina sobre la extremidades inferiores, desenvaina el dedo índice y dispara de cara a la Historia: el pueblo reclama, ya el pueblo habló, ya el pueblo sancionó, el pueblo, el pueblo, el pueblo… Todo el mundo parece saber, Mama qué es lo que quiere el pueblo, menos el pueblo, tan propenso a equivocarse en su equívoca y resbalosa identidad.
Los viejos marxistas revolucionarios (los que usaban barbas desde adolescentes) no tenían corazón para andar con sentimentalismos y siguiendo a su maestro, dividieron la sociedad en proletarios y burgueses, clases antagónicas cuya liberación vendría cuando enterraran sus trajecitos regionalistas y asumieran que lo que salía era la dictadura del proletariado. Los maoístas (que eran lampiños) intentaron borrar todo vestigio de costumbrismo local, y enfundaron a la población en unos terribles “trajes Mao”, que luego darían paso a una eclosión de moda y estética occidentalizante. El diablo y la revolución vestían de Prada.
We, the people of the United States… abre el preámbulo de la Constitución de los Estados Unidos,1787. ¿Cuál es ese “pueblo” en los actuales Estados Unidos de América? ¿Qué lo unifica, qué lo cimienta como nación? ¿En qué piensa cada quien cuando escucha The Star-Spangled Banner? No es de extrañar que ya deambule por allí un redneck de origen asiático silbándolo. Los nazis instauraron el Volksdeutsche como un concepto etnicista de pertenencia a orígenes alemanes aun sin la ciudadanía alemana. Los judíos pagarían con millones de vidas el intento de universalizar el Volks alemán allende de sus fronteras nacionales. (Aun hoy, la canalla ilustrada antisemita lo niega).
Pero nada más recalcitrante, arbitrario,
empalagoso y fullero que el culto al pueblo más abajo del Río Grande. Llevados de la mano por el Arielismo criollo y su pretensión de superioridad sobre el Calibán gringo, los latinoamericanos han cultivado el mito de un pueblo siempre adolescente, desvalido, ultrajado históricamente por poderosos de todo laya, pero provisto de una infinita bondad, desprendimiento y sabiduría intrínseca, dignísimo representante del buen salvaje de Rousseau.
(Cómo no recordar de nuevo la sabrosa obra de Carlos Granés. Delirio americano: Una historia cultural y política de América Latina. 2022).
La izquierda populista, en sus diversas variantes, se ha apoderado del término bajo el argumento de que es la única Mama que sabe qué es lo que quiere el pueblo. Pero eso que llaman sin puntería “la derecha” en América Latina, también se ha apropiado de “pueblo” y argumenta que está en mística comunión con sus anhelos de libertad y emancipación. Ambos sectores requieren de un talismán, de un vocablo mágico que les alivie el esfuerzo de entender y actuar sobre una realidad política cada vez más arisca y exigente. La filósofa francesa, Coco Chanel, hablaba de peuple- à -porter.