Por: Jean Maninat
El hombre ha resultado un personaje de zarzuela, un guapo de barrio altanero, presuntuoso y pagado de sí mismo.
Incluso el desaliño parece meticulosamente calculado frente al espejo, es todo un statement andante, vean chicos lo poco que me importa las buenas apariencias, las maneras burguesas, la galanura de la casta me la paso, soy un progre con pedigrí.
Sí, es cierto, ha concedido en usar corbata, pero fíjense que siempre la lleva desanudada, además es finita, casi una telita, en realidad es más una burla, una parodia de los chicos pijos de la derecha, tan atildaditos ellos, tan barber shop y manicura. No, él es una protesta viviente, 24 sobre 24, fiel a su pasado de okupa de plazas y fuentes, botellón y spray en mano para pintar consignas (vamos que es una forma de expresión artística) sin importar si son bienes que pertenecen a la ciudadanía. Le tienen sin cuidado los remilgos burgueses, al fin y al cabo las plazas son del pueblo no de la policía.
Ah, todavía guarda en casa su camiseta con los ojos del comandante estampados en el pecho. Ah y su otro referente, el cubano, de quien dijo con orgullo que “enseñó al mundo la palabra soberanía”. Han sido sus mentores, uno más generoso que el otro, pero igual de agradecido con ambos. Les debe tanto…
Su inquina es grande con los medios de comunicación, ese instrumento de dominación de la casta donde tanto participó cuando le abrieron sus plató y lo convirtieron en un tertuliano habitual para que se diera a conocer, expusiera sus ideas, denostara de la casta en sus narices, gracias a la libertad de expresión que ahora quiere regular, meter en cintura. Faltaba más.
Y la estrategia le pagó, gracias a unos cuantos -pero notorios- políticos corruptos supo poner en duda la eficacia de la democracia que tanto había costado construir. Ya se encargaría él de deconstruirla desde adentro, piano, piano tomaría las casamatas de la sociedad civil como sugería su querido Gramsci y el momento venido daría el zarpazo como le habían enseñado sus ladinos maestros sudacas. ¡Qué algo saben del asunto!
Pero con el poder vendrían las nuevas necesidades, él también tenía derecho a mejorar su estilo de vida. No se iba a quedar clavado en el barrio paternal, que un poco de movilidad social y seguridad a nadie le viene mal, y un chalet con terreno oxigenado y alberca es saludable para los críos y su pareja. Es una opción ecológica y una manera de consustanciarse con la naturaleza al más puro estilo Thoreau. La casta los tiene en Marbella en medio del cemento.
El partido se ha puesto algo indómito, así que mejor lo mete en cintura, o más bien en familia, como sus amigos nicaragüenses, despacha al Harry Potter (con esa carita de mosquito muerto) que le vela el puesto y nombra a su pareja como segunda de bordo. En quién más podría confiar, y al fin y al cabo es su obra y pasión y tiene derechos adquiridos por votación y no por designación como las casas reales. Faltaba más.
Y finalmente llegó por las mechas a una vicepresidencia de Gobierno, y la gente tan malagradecida le exige resultados, una gestión eficiente, que rinda cuentas de lo logrado para controlar el COVID-19, como si fuese un político tradicional, un burócrata más, cuando se trata de un visionario, un progresista de largo aliento, con la misión de cambiar la sociedad, no de curar enfermedades. “No me meterán en cintura, ni que fuera un enfermero” piensa en el chalet de sus amores.
(N.B. Cualquier parecido con la realidad es adrede)
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