Estoy, como casi todos los venezolanos, horrorizada, asqueada, adolorida y enfurecida. No es para menos. Que lo que nos está pasando da para sentirse así y tanto más, que no pinto en negro sobre blanco y en palabras gruesas por aquello de respetar a mis lectores y a este hermoso idioma que es una gloria de la Humanidad.
Hay un límite para todo. Es lo que algunos llaman la «barrera de la cordura y la sensatez». Ese momento en el que uno dice ya basta, no más. Ese instante marcador en el que uno pinta una raya. Que no cruza ni deja cruzar. Es la línea de la ética y la moral, eso que diferencia a los civilizados de los salvajes.
Cuando ya creíamos haber visto toda iniquidad posible, el usurpador y sus «aliados» nos llenaron las retinas de imágenes espantosas que seguramente nunca olvidaremos. Vimos la barbarie en acción. La degradación. La conversión de la violencia en instrumento al servicio de la más abyecta imposición de la sinrazón. Quemar unos camiones cargados de alimentos y medicamentos destinados a ayuda humanitaria es un delito transcontinental y, tanto más, un pecado que no admite atenuantes por ningún código religioso. Un ser que quema alimentos y medicamentos no es humano, es simplemente una bestia.
Lo que le hicieron a los pemones viola todo lo sacrosanto. Porque esa etnia es la más amorosa que los antropólogos han podido identificar en nuestras latitudes americanas. En lengua pemón no existe la palabra guerra. Y a esos persiguieron y atacaron.
Los militares han cometido un error garrafal. Han renunciado a su poder para cederlo a los colectivos, suerte de bandas de malandros armados hasta los dientes. Hasta el 23F el usurpador estaba sentado sobre las bayonetas; a partir de tan infausto día se sienta sobre los chuzos de los pranes. En su profunda ignorancia no comprende que ha cometido el mayor disparate de su improvisada y oportunista carrera política. Ahora el poder lo tienen esos jefes de la delincuencia, quienes se hablan de tú a tú con los narcotraficantes, los invasores de territorio provenientes de allá «de donde son los cantantes» y las estructuras de maleantes que no reconocen institucionalidad en ninguna parte del planeta.
Y eso hace que la mirada de los países, cercanos y lejanos, se abra ante las señales de alerta máxima. El mundo lucha sin parar contra el terrorismo y contra otros movimientos barbáricos que no conocen de fronteras. Así, lo de Venezuela no se trata ya de izquierdas o derechas, de ideologías o modelos socio políticos. Esto es un asunto que pone en peligro la estabilidad del planeta, no de los miles de kilómetros que caben dentro de las rayitas que marca nuestro mapa nacional.
No existe en la literatura universal un libro que narre disparates como los que han ocurrido y ocurren cada día en Venezuela. Y como las leyes y convenios que protegen a los seres humanos de los salvajes se escriben pasados los hechos, tiene razón Vivancos cuando apunta que la situación no está enmarcada en los «supuestos» de los convenios. Y es así, porque las atrocidades son novedosas y marcadamente creativas. Así son los salvajes.
Estamos ya nosotros y los países y los organismos y organizaciones internacionales parados frente a falsos dilemas. Nos intervienen y muere un gentío, o, no nos intervienen y de todas maneras muere un gentío. Por eso en las altas esferas discuten el sexo de los ángeles.
Soledadmorillobelloso@gmail.com
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