Con todo respeto a la opinión de quienes vaticinan un inminente atajaperros («Trump botó a Bolton y ahora sí que viene con todo», «Duque tiene el dedo puesto en el botón rojo»), creo que estamos muy lejos de cualquier tipo de intervención militar o tan siquiera leve remedo de conflicto bélico. Todos estos recientes asuntos (a saber, Esequibo, alerta frontera Colombia-Venezuela, TIAR) no son más que peladas de dientes como las que ocurren entre los perros enjaulados en corrales vecinos. A menos que a un soldadito de Maduro (algún miliciano con años de más y licencia de entrenamiento en manejo de armas sacada de una caja de detergente) se le escapara un tiro e hiriere o matare a un guyanés, colombiano, brasilero, esto no va a pasar de gruñidos y palabrotas. Ah, pero todo esto sirve a Maduro para víctimizarse y llenar medios y redes con unas cuantas frases pringadas de pestilente patrioterismo ramplón y a anuncios de «me quieren asesinar». No hay en la historia de la Humanidad tirano dictador que no haya precipitado su narrativa en tan manido guión. Y luego, cuanto pierden el poder o mueren (lo que ocurra primero), se convierten en personajillos para plenar páginas de libros, ensayos, novelas y para guiones de películas, documentales, series de TV y de YouTube. Los tiranos, los de aquí, allá y acullá, son un negocio redondo, un magnifico producto de mercadeo masivo, mientras están y también (o más aún) cuando dejan de estar. Los ventorrillos de muchas ciudades ofrecen todo tipo de «memorabilia» de cuanto sátrapa ya existido. Y hay coleccionistas que están dispuestos a pagar altos montos por, por ejemplo, una camisa que tal vez usaba Hitler el primer día que se encendieron los crematorios en los campos de concentración, o quizás, las cenizas del tabaco que se estaba fumando Fidel cuando le confirmaron la muerte del Ché Guevara. Y los souvenirs sobre Pablo Escobar se venden en expendios a precios nada despreciables. Los tiranos son «celebrities» y por tanto un asunto de «Mass marketing».
Chávez, en sus versiones vivo y difunto, es y seguirá siendo por muchos años un producto que genera ganancias a todos los mayoristas y minoristas que comercializan todo lo suyo. Y Maduro también quiere serlo. Buena parte de esas ganancias irán directamente a su bolsillo y de su «manager» (huelga ponerle nombre y «pellide»). El problema está en que un personaje tan insípido como ese individuo apoltronado en Miraflores requiere cirugía literaria, necesita una historia seductora que contar. Como no la tiene, había entonces que inventársela. Urgía sacarlo de ese perfil de obeso-malandro-mal hablado-de indisimulable ignorancia para intentar presentarlo como aguerrido «Avenger». Y así, convertido en héroe de cómic, meterlo en varias secuencias bélicas. Hecha, pues, la barata payasada. Aunque sea una guerra de Twitter-FB-Instagram y las muchas balas que se disparan diariamente en Venezuela no tengan nada que ver con ese conflicto bélico de fantasía, sino con un país que no tiene estado y que por consecuencia es un territorio donde los delincuentes de la peor calaña tienen libertad de acción.
Entretanto, en medio de esta nueva cursiambre, el país. Cayendo con todo y callos por un precipicio enlodado, en medio de juegos del hambre. No importa. Al fin y al cabo, los que deciden, los que tienen en su mano la posibilidad de destrabar este juego perverso, comen todos los días a razón de tres y cuatro veces, tienen plantas eléctricas para paliar los apagones, no tienen deficiencia de gas y tienen panas que les consiguen todo lo que necesiten o se les antoje, desde un medicamento hasta la fruslería de más reciente lanzamiento. No importa que millones sigan sufriendo. O que aumente la cifra de migrantes, de enfermos, de muertos por desnutrición, de los que se quejan sin ser escuchados. Que tengan trabajo los sepultureros, que se llenen los bolsillos los traficantes de gentes que quiereb cruzar fronteras y los que se ocupan del contrabando y de la trata de seres humanos y de órganos. Que los millones de venezolanos -que se entienda- no importan. No importan los millones que están en Venezuela convertidos en personajes de tragedia; no importan los que están fuera del país, muchos pasando roncha (la grama no era tan verde), otros comiendo cotufas «light» de microondas mientras ven la última nota sobre la desgracia venezolana, y sin olvidar a los que están muy ocupados y, más allá del Ave María diario que envían a todos sus contactos en redes, no tienen tiempo para ese país que dejaron atrás, aunque haya sido ese país el que les dio todo.
Maduro no va a la ONU. El miedo le puede. No tiene «estamina» para enfrentar la posibilidad (inventada) de ser apresado por fuerzas de seguridad (conciencia embarrada de culpa), o que algunos venezolanos le monten una poblada cuando arribe a la sede del organismo, o, le atormenta el que una vez en la sesión representantes de muchos países «le hagan el feo» y lo dejen parado chupándose el micrófono escuchando su eco retumbar en las paredes de la sala. No va a la ONU. Y, entonces, le arman su espectáculo aquí. Porque importa el producto, el negocio, el show. Y el show debe continuar.
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