El todo no es un pedacito - Soledad Morillo Belloso

El show del acuerdo – Soledad Morillo Belloso

Por: Soledad Morillo Belloso

Negociar en política solía significar sentarse a conversar de verdad, buscar puntos comunes, limar diferencias y construir algo que sirviera para todos. Hoy parece más una estrategia con guión: se actúa, se posa para la foto, se lanzan frases hechas… pero los acuerdos reales son otra cosa. Se dosifica lo que se dice, se esconde lo que se piensa, y se vende como consenso lo que apenas es tolerancia mutua temporal por conveniencia.

Lo que antes se entendía como diálogo democrático (estrategia), ahora funciona como táctica. Lo que debería ser un intento de llegar a entendimientos genuinos, se convirtió en un simulacro donde lo que importa no son los principios, sino lo que cada quien puede sacar en limpio.

En medio de campañas, peleas internas y fragmentación por todos lados, negociar es más un juego de poder que una conversación abierta. Un ejército de guionistas construyen las declaraciones con cuidado: se dicen cosas que suenan bien pero que no comprometan a nada. Y mientras tanto, lo que importa de verdad sucede lejos de los micrófonos, en pasillos, oficinas privadas o reuniones discretas donde lo transparente queda guardado en otro cajón.

Las frases políticas más comunes se han vuelto herramientas para no decir mucho: “Estamos abiertos al diálogo” suele significar “no estamos dispuestos a cambiar nada”. “Logramos avances” quiere decir “al menos nos escuchamos sin gritar”. “Hay voluntad política” significa “si esto no da votos, lo dejamos para después”. “Construimos consensos” en realidad es “no se armó un escándalo, y con eso basta”.

En la práctica, se negocia todo: presupuestos, cargos, titulares de prensa, liberaciones, licencias … y también lo que no se dice. Hay silencios que se pactan, escándalos que se apagan antes de salir, reformas que se archivan. Y a veces, eso vale más que cualquier cláusula formal.

Los ideales, si sobreviven, se transforman. Se adaptan, se maquillan, se aguantan hasta que el calendario electoral lo permita. Las decisiones se toman según cuánto rinden, no según lo correcto. Convicciones éticas hay pocas; cálculos, muchos.

Bienvenidos al gran carnaval de la política, donde los buenos negocian con los buenos (y se felicitan entre sí), los buenos negocian con los malos (porque el pragmatismo no pregunta por moral), los malos negocian entre ellos (y suelen entenderse demasiado bien)… y todos, absolutamente todos, negocian con los mediocres, que aunque no hacen mucho ruido, siempre terminan sentados en la mesa, tomando café y firmando actas.

Ese ecosistema complejo revela algo más: negociar no es una cuestión ética, sino estratégica. El adjetivo moral no garantiza resultados ni define alianzas; lo que importa es el momento, la utilidad, el margen de maniobra. El mediocre, por su parte, se convierte en pieza clave: no incomoda, no arriesga, no cuestiona. Y en una negociación, eso vale oro.

Al final, negociar parece más un baile que un debate. Un reguetón ensayado con gestos medidos, frases prefabricadas y sonrisas pensadas. El público cree que hubo  diálogo, pero el guión se escribió tras bastidores. Y mientras no se cuestione el teatro, el espectáculo político seguirá funcionando.

Como dijo Jürgen Habermas, “una negociación racional exige que los actores estén dispuestos a llegar a acuerdos mediante el diálogo libre de coacciones”.

El problema es que las coacciones hoy no siempre gritan: pueden vestirse de presión mediática, de urgencia electoral o de pactos disfrazados de buena voluntad.

 

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