“Hay muchas explicaciones sobre la reacción que produce la presencia de un forastero que lleva a cabo la empresa que los lugareños no quieren o no saben hacer, pero quedan para otra oportunidad porque salgo a ver un juego de fútbol”.
Publicado en: La Gran Aldea
Por: Elías Pino Iturrieta
“Aquella gente no se entiende ni yo la entiendo”, le dice Simón Bolívar a Francisco de Paula Santander en enero de 1821, cuando está a punto de penetrar territorio peruano desde el vecino Quito. Y agrega: “Su gobierno es tan infame que aún no me ha escrito una palabra, sin duda resuelto a hacer una infamia con aquel miserable pueblo”. Pero, ante el descalabro sufrido por José de San Martín, quien ha perdido a Guayaquil para beneficio de Colombia, un territorio que los limeños pretendían, la élite de la ciudad virreinal no tiene más remedio que solicitar el auxilio del paladín venezolano que le ha ganado una excepcional partida al prócer argentino. Son escandalosas las muestras de adulación que entonces le prodigan. Como las fuerzas criollas se traicionan o se matan entre sí, sin ningún recato, el Libertador es recibido entre aclamaciones.
Mientras predomina una atmósfera enrarecida y comienzan a circular comentarios soterrados sobre el recién llegado, se estrena un exacerbado culto a través de jaculatorias que la nobleza prodiga y que habitualmente comienzan así:
De ti viene todo
Lo bueno, Señor,
Nos diste a Bolívar,
Gloria a ti, gran Dios.
En una muestra de adulación que ni siquiera se había estrenado con los virreyes, José María Pando, una reconocida figura de la insurgencia, escribe la Epístola a Próspero en la cual anuncia la salvación de la patria en el sable del Libertador: “¿Quién podrá sofocar el monstruo infando de la anarquía, las cien cabezas de la hidra, sino tu hercúlea, respetada mano?”. Un ministro de la Corte Suprema, Manuel Lorenzo de Vidaurre, se echa en tierra para que Bolívar suba a la cabalgadura, y escribe después en el periódico: “Yo amo al General Simón más de lo que había pensado y escrito. Era el esposo que poseyendo a su amada no ha hecho el balance de su afecto”. Otro burócrata de prestigio, José Larrea y Laredo, no tiene empacho en confesar ante sus lectores la conmoción que le produjo una despedida intempestiva del héroe: “Quedé arrasado en lágrimas y casi enajenado en todos mis sentidos”.
Pero hay evidencias más lamentables de incienso, en especial la célebre arenga pronunciada por José Domingo Choquehuanca en Pucará el 2 de agosto de 1825, ante la presencia del grande hombre. Muchos venezolanos de la actualidad, entre ellos los historiadores entusiastas, han afirmado que se trata de una evidencia de justicia y una explicación adecuada del nuevo rumbo que tomaba la historia continental en la época, pero en realidad es una hipérbole insostenible y una zalamería sin freno. Vamos a copiarla, para que los lectores opinen:
Quiso Dios de salvajes formar un gran imperio y creó a Manco Capac; pecó su raza y lanzó a Pizarro. Después de tres siglos de expiaciones ha tenido piedad de la América y os ha creado a vos. Sois, pues, el hombre de un designio providencial. Nada de lo hecho hasta ahora se asemeja a lo que habéis hecho, y para que alguno pueda imitaros será preciso que haya un mundo por libertar. Habéis fundado tres repúblicas que en el inmenso desarrollo a que están llamadas, elevan vuestra estatua a donde ninguna ha llegado. Con los siglos crecerá vuestra gloria como crece la sombra cuando el sol declina.
El comandante Hugo Chávez quiso decir algo semejante en el Panteón Nacional después de siglo y pico, se me ocurre. Sin embargo, aunque habitualmente voraz en materia de oraciones patrióticas, su estilo no daba para tanto. Aunque sí para igualar o superar las ofrendas materiales que le hacían a don Simón en sus recorridos. Por ejemplo, el obsequio de los munícipes de Arequipa. Veamos cómo lo describe el edecán Daniel Florencio O’Leary: “Pusieron en las manos del Libertador un magnífico caballo espléndidamente enjaezado: los estribos, el brocado, el pretal y los adornos de la silla y de la brida eran de oro macizo”. Después los cabildantes de Lima le ofrecieron un millón de pesos por sus servicios, que rechazó de inmediato; pero no le quedó más remedio que recibir un obsequio simbólico del Congreso: una espada de oro con 1.374 piedras preciosas, elaborada por un famoso artesano llamado Chugompoma. Obsequios dignos de la Cesárea Majestad, ¿no les parece? Con una réplica del objeto vienen jugando hoy Chávez y su sucesor.
Sobre la sinceridad de los testimonios de gratitud dan cuenta las estrofas de reprobación que comenzaron a circular después de la Batalla de Ayacucho, promovidas por una élite decididamente hispanófila, o francamente anticolombiana. De seguidas se muestra la perla de un elocuente collar que va del encomio a la condena.
Cuando de España las trabas
en Ayacucho rompimos
otra cosa más no hicimos
que cambiar mocos por babas.
Nuestras provincias esclavas
quedaron de otra Nación,
mudamos de condición,
pero fue solo pasando
del poder de don Fernando
al poder de don Simón.
Hay muchas explicaciones sobre la reacción que produce la presencia de un forastero que lleva a cabo la empresa que los lugareños no quieren o no saben hacer, pero quedan para otra oportunidad porque salgo a ver un juego de fútbol. Concluyo con unas graciosas y pegajosas coplas que se hacen populares en Lima cuando el Libertador debe regresar al norte para atender problemas serios en Bogotá y en Caracas. Aquí se las dejo:
Dicen que el año veintiocho
irse Bolívar promete.
¡Cómo permitiera Dios
que se fuera el veintisiete!