Publicado en: El Nacional
Por: Tulio Hernández
I
El primer gran símbolo del éxodo venezolano generado por la catástrofe del socialismo del siglo XXI fue la monumental obra de Cruz-Diez que domina el piso de partidas en el Aeropuerto Internacional de Maiquetía. Era tiempos cuando el grueso de los emigrantes partía en avión y los destinos frecuentes eran Estados Unidos y Europa.
Luego vino el Puente Internacional Simón Bolívar, el que une el Norte de Santander con el Táchira. La imagen aérea del viejo puente atiborrado de punta a punta por venezolanos desesperados intentando atravesar la línea fronteriza se convirtió en símbolo más doloroso aún de la migración. Para ese momento el grueso de los venezolanos partía en autobuses para dirigirse a otras ciudades colombianas o al sur, camino de Ecuador, Chile o Perú.
Pero la imagen del puente también caducó. El nuevo símbolo de la estampida, cada vez más tormentosa, causada por el chavismo, lo constituyen “los caminantes”. Los grupos de venezolanos que transitan a pie por las carreteras colombianas buscando, en muchos casos al azar, cobijo, empleo, alimento y seguridad. Y es que ahora, los de la última oleada, ya no tienen dinero suficiente para partir en avión. Ni en autobús.
II
Una visita que hice a la frontera para participar en la Feria del Libro de Cúcuta terminó colocándome frente a frente con el fenómeno. En asunto de una semana visité el Puente Internacional, pase varios días en Pamplona, la pequeña ciudad de montaña donde pernoctan los nuevos parias, y terminé en Bucaramanga, el destino primero donde los ahuyentados por el apocalipsis toman decisiones sobre su destino final.
Así volví a comprobar que nada como mirar con ojo propio un fenómeno social para comprenderlo en su plenitud. Ni los reportajes televisivos, ni las crónicas de avezados periodistas, logran dar cuenta plena del sufrimiento y el desespero que hace que miles de personas en uso pleno de sus facultades decidan emprender una travesía a pie, que puede tomar entre cinco y siete días, en muchos casos con niños a cuestas, por las carreteras de los Andes colombianos, pasando por alturas superiores a los 3.000 metros y parajes donde las temperaturas pueden bajar hasta los 5 grados bajo cero.
Mientras caminan, de día, los grupos de inmigrantes no transmiten lo titánico de su epopeya. Como buenos venezolanos saludan contentos, hacen señales de victoria, de modo tal que alguien desinformado puede pensar que es gente alegre que anda de excursión. Pero cuando llega la noche, y aún no se vislumbra una ciudad cercana, el frío arrecia, la niebla cae y la oscuridad también, el recuerdo de quienes han muerto por hipotermia genera entre los caminantes miedo, angustia y desazón.
No hay en todo el camino refugios profesionales organizados por institución alguna. Los pocos que vimos en esa semana de idas y vueltas, acompañando a un equipo de jóvenes periodistas de ambos países que por su cuenta y riesgo han venido a registrar el fenómeno, son viviendas precarias de vecinos locales que han asumido, también por su cuenta y riesgo, la tarea de darles cobijo, calor y en lo posible comida a quienes cruzan estas montañas en busca de la esperanza.
La noche del pasado domingo 16 visitamos uno de estos refugios improvisados. De un lado de la carretera, un viejo gallinero acondicionado lo mejor que se puede le da cobijo a mujeres y niños. Al cruzar la calle, en una casa igual modesta dormirán los hombres. Las voluntarias llegan con ropa, frazadas, zapatos. Algunos caminantes tienen los pies levantados al aire con la esperanza de que el frío suture rosetones y ampollas en las plantas. Todos están agradecidos con el apoyo de los colombianos. Dicen que prefieren caminar en Colombia, con el estómago lleno, que estar en sus casas en Venezuela, muriendo de hambre. La escena arruga el corazón. Moviliza las lágrimas. Pero también hincha el pecho de orgullo. Ninguno de los caminantes se rinde. Todos mandan bendiciones a la madre de Maduro.
La madrugada siguiente, mientras acompaño a los voluntarios a despedir a los tres grupos que acamparon en la noche, me siento parte de uno de aquellos documentales en blanco y negro que mostraban las filas largas y silenciosas de republicanos, desdibujados por la niebla, saliendo de España a través de Los Pirineos con sus bártulos a cuestas.
Solo que este filme que ahora veo es a color y quienes huyen del chavismo del siglo XXI son un poco más ruidosos y parecen menos tristes que quienes huían de la guerra que allá ganó el franquismo del siglo XX.