Por: Jean Maninat
… la santa palabra, no puede ser escrita, pronunciada, aludida, imaginada, soñada, personalizada, representada, acuñada, por bípedo alguno que con sus extremidades tenga o haya tenido contacto con la polvadera miserable de la que estamos hechos. Quien lo haga, sufrirá las consecuencias.
Admonición gravada en un banco de la ermita de Montecasale, Italia (Siglo XII).
El fraile italiano Brunello di Montalcino advierte en su obra, La lengua que se muerde a sí misma (1304 o1308) que los primeros cultores del pronombre Ella aparecieron rondando la Pequeña Venecia en la temprana Edad Media, luego de las luchas fratricidas que diezmaron las huestes de los Hermanos Redentores de la Verdadera Liberación y abrieron paso al período conocido en la academia como el de la alacranización del culto. No está claro quién y cómo inició la veneración del término Ella y estableció la liturgia de su adoración. (La versión más aceptada es que fue un fraile local, quien -picado de alacrán- buscó su salvación repitiendo incesantemente Ella, a la manera de los monjes budistas, hasta lograr la consubstanciación con su esencia liberadora).
Las sectas que reclamaron temprano la propiedad de la interpretación certera de su esencia redentora, pronto se reprodujeron extendiendo su influencia más allá de su predio natural, exigiendo reconocimiento en el ámbito de los seres divinos que poblaban el panteón de la mítica IV República. Pronto se formaron bandos opuestos que reclamaban la primacía en la interpretación de sus múltiples encarnaciones en la tierra. Unos argumentaban que era la reencarnación de Simón Bolívar -el chaparro jefe de la Independencia lugareña- al tiempo que lo era también del fundador de la democracia primeriza, Rómulo Betancourt, y de la Madre Teresa de Calcuta. Todo, contenido en la cápsula de una misma persona hecha palabra.
Ante el dilema de poder nombrar todos sus atributos en un solo significante de infinitos y notables significados, los doctores de la nueva fe decidieron que Ella era el término divino que la indicaba y la contenía. Por tanto, a solo unos cuantos escogidos les sería permitido manejar el término y se extendió una Fatwa, al modo islámico, contra todo aquel que se atreviese a enunciarlo -en cualquier forma- condenando al transgresor a lapidación pública en el zócalo de X. Siguiendo la tradición oral y dicharachera de la pequeña república, los proyectiles con los cuales cumplir el fatídico compromiso serían palabras, pero en sus formas más depravadas: el vilipendio y la descalificación. Odio y ruindad, serían el combustible que detona los proyectiles. Vocales y consonantes: pirañas enloquecidas. Todo a nombre de la libertad.
¿Cómo sobrevivir? Siga la admonición de Montecasale, no ose escribir Ella, cámbiela por puntos suspensivos (…) para indicar que su naturaleza es estar en suspenso divino. No la evoque en voz alta, a … no se le nombra. Lleve la cabeza hacia atrás, frunza la bemba como potíto de pollo y apunte hacia el firmamento, … lo tiene todo preparado. Sus guardianes acerados están sueltos, enfebrecidos por el momento que presienten se acerca y quien se atreva a exigir una palabra de aliento, de conmiseración con las víctimas de la contienda, será erradicado de la faz de X in saecula saeculorum.
(N.B. Y por el amor de Dios, si usted es un Baby Boomer, feliz y nostálgico, no se le ocurra canturrear en público el estribillo aquel del poeta bizantino, Leonardo Favio: “Ella, ella ya me olvidó/yo, yo no puedo olvidarla”. Si lo escuchan, la madriza que le van a poner puede ser grande).





