Por: Alberto Barrera Tyszka
Tampoco la locura se improvisa. El delirio no es instantáneo. Aunque no las veamos, las señales siempre están ahí. Van goteando, titilan, parpadean, como si se fueran cultivando lentamente hasta volverse síntomas irremediables. Y, entonces, aquello que en un principio nos parecía pintoresco, extraño pero simpático, se transforma de pronto en parte de un expediente, en un signo que no supimos leeren la justa dimensión de su fatalidad. Cuando Chávez se propone a sí mismo como un elemento constitutivo de la venezolanidad, no está improvisando, no sufre un rapto espontáneo de fervor discursivo. Solo culmina un ciclo. Sella una retórica. Le da un orden a un trastorno nacional.
La historia de la publicidad oficial podría ser también un relato clínico. En el transcurso de todos estos años, el Presidente se ha convertido en un producto avasallante, que intenta incluso invadir el mercado de la intimidad. Chávez es una mercancía omnipresente y transhistórica. Quiere formar parte de la dieta básica y no tener fecha de caducidad. En el fondo, para el gobierno, la campaña electoral que comienza solo es un formalismo. Se trata de una etapa más, de otro segmento, en la inmensa operación comercial que, desde 1999 y con el dinero del Estado, viene desarrollando la nueva élite dominante del país. Llevan casi catorce años con la misma cuenta. En realidad, vivimos una publi- revolución.
Cuando el Presidente, en un acto oficial y en cadena nacional, en una fecha patria y frente a la Fuerza Armada, sentencia que si no se es chavista no se es venezolano, más que proponer un arrebato de vanidad continúa en la estrategia desquiciada que pretende hacer del culto a la personalidad una forma de dominación. Todo es parte de la misma demencia que viene escribiendo esta historia. No hay que ir demasiado lejos. Con estas palabras, José Vicente Rangel presentó al Presidente la tarde de la inscripción de su candidatura en el Consejo Nacional Electoral: “Chávez no es un hombre. Chávez es el pueblo, es la patria. Es la encarnación de las mejores virtudes de este país”. No hay manera de leer estas frases sin perder el sentido común. Han convertido la política en una forma de extravío.
Ya puestos en el plan de enunciar que Chávez es también una marca de nuestra identidad, ¿qué puede venir después? ¿Qué nueva promoción pueden ofrecernos? Pretender que Chávez se convierta en un adjetivo del ser nacional requiere ciertas cuotas de fanatismo. Todo lo que se haga navega sobre la línea flexible del disparate. De aquí en adelante, cualquier adulador puede trabucar un exceso en una genialidad ¿Qué esperan para inventar un billete de quinientos bolívares con el rostro de papaíto impreso en el costado izquierdo? ¿Por qué a nadie se le ha ocurrido proponer que oficialmente se incorpore una arañita en el escudo nacional? ¿Qué pasa con nuestros diplomáticos que aun no le han ofrecido a la UNESCO decretar a Sabaneta como patrimonio de la humanidad?
De la misma manera, creo que es evidente que hay que promover la creación de un nuevo Ministerio del Poder Popular para la transformación de todas las plazas públicas del país. La idea sería diseñar un nuevo modelo de estatua ecuestre que mostrara por un lado a Bolívar y por el otro a Chávez. Los dos en la misma figura y sobre el mismo caballo. Habría que retocar un poco las formas, eso sí, para no caer en desproporciones. Nada que el arte no pueda arreglar. Farruco Sesto, generosamente, podría hacerse cargo de esta venezolanísima faena.
¿Y qué tal Chávez en pastillas? Esa podría ser otra propuesta muy revolucionaria. Dele a su hijo o a su hija cada mañana una dosis de virtudes nacionales. Tómese también usted una. También podrían repartirse de manera gratuita en todas las escuelas. Es una píldora fabulosa. Alimenta el fervor militar, estimula el habla, ayuda a digerir la música llanera. También la tenemos en ampollas y en supositorios, para tratamientos intensivos. Hay presentaciones de diez y de veinte miligramos. Es la auténtica roja rojita. Nunca salga sin ella.
¡Hay tantas cosas por hacer! No entiendo cómo, todavía, a nadie se le ha ocurrido proponer que cambien ya todas nuestras cédulas de identidad. Porque sería mucho más auténtico y patriótico que, en vez de la insulsa letra V, la letra CH antecediera al número de identificación de cada uno de nosotros. CH – 17.894.567, por ejemplo ¿Acaso no es una idea genial? Sería, además, tremendo negocio. Y todos cheríamos chiudadanos un poco más chavistas, es decir, mejores, más venezolanos.
La locura también se puede contagiar. Ya está en campaña.