Por: Jean Maninat
Puentes y cordajes donde el viento viene a aullar
Barcos carboneros que jamás van a zarpar
Torvo cementerio de las naves que al morir
Sueñan sin embargo que a la mar han de partir
(Niebla del Riachuelo, Juan Carlos Cobían)
Cuando la humanidad (sea lo que sea lo que el término denomine) suponía que afianzaba su primacía en el planeta, a pesar de la pandemia, que había dado el paso definitivo para utilizar la tierra como estación de lanzamiento a la conquista del universo y sus artefactos voladores recaían en Marte, una simple colisión naval, un prosaico choque, vino a recordar la levedad de nuestras pretensiones. No es que ahora vayamos a poner en cuestión los maravillosos avances -de toda índole- logrados por hombres y mujeres, negarlos en modo milenarista, loquiconspirativo, peyotedependiente, sobreviviente desconcertado de Woodstock y el Mayo francés, o nerd descerebrado por la alta tecnología. No, de ninguna manera, somos la especie más chingo… del Universo.
Pero mire usted que, cuando los chinos ya entraron amenazantes en “la carrera del espacio” y 2001 Odisea del espacio parece una película muda y en blanco y negro, enterarse de que un megabuque portacontenedores –el Ever Given– tecnológicamente superdotado encalló, como un vulgar Tramp Steamer de los que amaba Álvaro Mutis, en el Canal de Suez, poniendo en peligro las cadenas de suministro del comercio global, es por lo menos decir inquietante. Es como para imaginarse una de esas fantasmagóricas y destartaladas gandolas que suben y bajan la autopista Caracas-La Guaira atascada en uno de los Boquerones y la cola infernal llegando a Trinidad y Tobago. No hay derecho.
En esta parte del mundo, grandes mamíferos obturan el libre tránsito de la democracia, el comercio y la prosperidad. Se instalan a sus anchas entre las compuertas y se niegan a moverse, y cuando son desalojados democráticamente, regresan por el canal trasero para perturbar de nuevo la circulación con las mismas consignas populistas de izquierda y derecha que las muchedumbre espera expectante mientras grita, ¡Aquí es, aquí es!
En el Gran Canal de la pequeña Venecia caribeña un gran cetáceo atasca la navegación desde hace dos décadas sin que los capitanes de unas y otras marinerías encuentren la forma de desencallarlo. Al contrario, han logrado un modus vivendi con el monstruo, y hay quienes lo protegen y viven de él, son sus progenitores de vientre acuático prestado y requieren su presencia de por vida. Otros dicen detestarlo, estar prestos como el Capitán Ahab a cazarlo y desollarlo para bien de los océanos. Para lograrlo, se le acercan en canoas, gritan y hacen los aspavientos y muecas que aprendieron de los temibles maorís en la Polinesia, anuncian invasiones de hombres blancos y justicieros, le clavan estampitas y mandas milagrosas a ver si concede el favor requerido de alejarse. Es un oficio de renombre, trae reconocimiento y prestigio interoceánico, que todo cambie para seguir allí…encallados.
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