Publicado en: El Universal
Las recientes elecciones en Latinoamérica vuelven a evidenciar la vieja-nueva tendencia a la híper-polarización y la abstención, en un marco en el que sectores del establishment terminan desplazados por actores no vinculados a partidos tradicionales. El fenómeno a veces parece ir más allá de cuán incontestable o no sea el candidato. De hecho, la resolución de estos dilemas suele terminar con la escogencia del “menos malo”, más que de figuras capaces de encarnar sin esguinces la afinidad ideológica de los representados. En ese sentido, como apunta Antoni Gutiérrez-Rubí, las elecciones ya no se estarían disputando en el terreno tribal de la rotundidad, sino “en el universo de sombras y claroscuros de las tierras de nadie”. Más que votos “duros”, allí cunden inconformes, indecisos, huérfanos de padres políticos: esos que al final deciden quién gana o no la liza electoral.
La clave para entender estas derivas, tal como sugiere el más reciente informe de Latinobarómetro (2021), podría incluso estar más vinculada al nuevo perfil de los votantes que al potencial particular de los aspirantes al poder, sean de izquierdas o derechas. Tras el fin del súper ciclo de los commodities que coincidió con una larga fase de gobiernos progresistas, el voto se reafirma como herramienta para cambiar lo que ya no satisface. Junto a la desmaña de las élites para mostrar su eficacia, la desconfianza y el escepticismo van perfilando otro tipo de sociedades, más atentas a la rendición de cuentas, menos indulgentes ante la corrupción y la ausencia de mejoras materiales.
El “fin de la inocencia” democrática ha llegado, y con él una mayor dificultad a la hora de anticipar triunfos electorales. El de hoy es quizás un ciudadano más severo respecto a la idoneidad del sistema para satisfacer las expectativas crecientes, fragmentarias y complejas de profundización de la democracia. No sorprende, de paso, que tal exigencia se tropiece con la emoción y su expresión catártica. Estos “demócratas insatisfechos” navegan en dos aguas. Avalan el ideal democrático, la promesa de bienestar asociada a un régimen de libertades, pero están profundamente desencantados con los resultados concretos de su realización (eso explicaría, por ejemplo, el ascenso de un conservadurismo con arraigo popular frente al estancamiento de los reformismos). Un desencanto que suele traducirse en exaltación, en rabia, en sospecha. En un voto “en contra de” y no “a favor de” algo.
Vinculado a la percepción de un crecimiento económico anémico que estanca a las clases medias y agudiza la desigualdad y la pobreza, resurge el “voto del enojo”, el voto-bronca, emparentado con el voto castigo al oficialismo; uno ejercido al margen del signo político, tal como muestran las diversas victorias opositoras de 2021 y 2022 en Ecuador, Bolivia, Perú, Argentina, Honduras, Chile y Colombia. Dicho voto remite al rechazo mayoritario que inspiran los partidos, la elite política tradicional y el funcionamiento de las instituciones democráticas. Eso, según explican Carlos Malamud y Rogelio Díaz Castellano, incrementa la triple crisis política: crisis de gobernabilidad (debilidad de los gobiernos democráticos), de representación (alta fragmentación del sistema de partidos, y limitación para canalizar demandas ciudadanas) y parálisis legislativa (dificultad para conciliar en el Parlamento las posturas polarizadas). Todo ello “marca la ausencia de una agenda reformista consensuada” y frena a la región desde hace más de un lustro.
En el caso de Venezuela, con un sistema que obstruye el pleno ejercicio de derechos políticos, la tendencia regional/global adquiere otros matices. El ventajismo del gobierno, la distorsión clientelar, la situación de competividad adulterada, afectan convocatoria y resultados, sin duda. El malestar ante la ineptitud y el abuso oficialista está presente, se ha manifestado en forma de protesta y abstención. Al mismo tiempo, la alta desmovilización refleja el desinterés que genera una oposición sin propuesta alternativa, relevancia ni lustre. La mentada triple crisis de la política, sumada a la inconsistencia de las coaliciones opositoras, plantea acá nuevos vacíos e incertidumbres. La desconfianza indistinta hacia actores cuyas agendas aparecen desconectadas de los problemas más básicos de la población -alimentación, salud, trabajo, educación, vivienda, servicios públicos- dificulta capitalizar el esquivo “voto del enojo”, en fin. Una rabia que, en el peor de los casos, podría ser cobrada de nuevo con indiferencia y mayor des-democratización.
He allí el panorama que marca los pulsos del ciclo electoral 2024-2025. Un país desatendido por la clase política, víctima de la fullera administración de la riqueza y del agotamiento del modelo rentista, y empujado por la impotencia del Estado a una autonomía “desengañada”, también se reconfigura a partir de la irrupción de individuos hastiados e hipercríticos. El cambio de mentalidad que operaría desde esa sociedad dependiente e infantilizada a otra, capaz de apelar a la inventiva privada para superar el dilema vital de la supervivencia, asoma espléndidas oportunidades; también amenazas.
De momento, anticipemos un riesgo. Que, lejos de cohesionarse, la sociedad tienda a la des-integración, consumida por dinámicas dispersas de particulares o presiones de movimientos identitarios que prosperan en ausencia de eficaz política de masas. Lo sensato, entonces, sería apelar a esa nueva consciencia, ese rechazo práctico de la heteronomía para “relanzar” la democracia. La sutura que la política podría brindar a partir de la reconstrucción de un centro sanador, sería lo deseable. A qué nos remite ese centro político, en términos reales (programas, acciones, comunicación acorde a los tiempos, nombres capaces de encarnar una oferta integradora y propositiva, no sólo “anti-algo”) es cuestión que conviene dilucidar lo antes posible.