Por: Alberto Barrera Tyszka
La polarización es un clima. Llega a todos lados, sube, trepa, envuelve, empapa. Todo lo toca, todo lo contagia. Sin duda, es la experiencia colectiva más importante de estos años. La división que, de manera contradictoria, podría definir mejor al país que ahora somos. Nada queda a salvo, ni siquiera la intimidad. Hay familias separadas, amistades rotas, parejas destruidas por no tolerar que, también en la cama, se metan el Gobierno o la oposición. La polarización es una asfixia. No hay espacio de aire que no quiera tomar.
Se cuela en cualquier lugar.
Incluso en una sala de terapia intensiva.
Creo que toda enfermedad es una injusticia, probablemente la más difícil injusticia con la que debemos lidiar los seres humanos. Me refiero, por supuesto, a enfermedades graves, que conllevan riesgos definitivos. No existe ninguna sencilla manera de enfrentar esta perturbación física y psíquica. La fe religiosa y el pensamiento mágico suelen ayudar a mucha gente, pero nunca logran ablandar suficientemente el dolor, la tristeza, la impotencia o la rabia. En ningún cielo hay una oficina de quejas adónde ir a reclamar las traiciones de la naturaleza.
Sin duda alguna, la enfermedad de Hugo Chávez es una tragedia. Cualquier cáncer es una tragedia pero, más todavía, uno tan testarudo e incisivo como el que, al parecer, padece el Presidente. Te convierte en víctima de un desorden de tu organismo y, además, en víctima de un ataque médico que intenta precisamente salvarte de tu propio organismo. El trastorno y su cura tienen el mismo campo de batalla, luchan sobre el mismo territorio: tu cuerpo, tu vida.
Frente a esto, no debería haber ningún tipo de debate. La pelea individual entre la vida y la muerte es la batalla de todos los hombres. Sin excepción. Es un ay que nos une de manera irremediable. Hoy en día, la clínica es el horizonte de todos. Pero sin embargo, aun así, la polarización insiste. Vuelve a aparecer de manera persistente. Ella también es un síntoma.
No deja de ser lamentable que, en sus primeras declaraciones como presidente encargado, en el contexto de informar sobre la situación de la salud de Hugo Chávez, Nicolás Maduro haya entrado de lleno a cultivar y a distribuir la confrontación y el enfrentamiento. A mí me parece indignante que se intente, en cadena nacional de radio y televisión, definir a la oposición con la palabra «odio». Es una mentira fácil y peligrosa. Una trampa. Yo no dudo que haya más de un extremista repartiendo su estupidez por Twitter, pero ese extremista no es un vocero de algún partido distinto al Partido Socialista Unido de Venezuela, no representa para nada a la mayoría de los venezolanos que el pasado 7 de octubre votaron en contra del Gobierno. No se puede usar algo tan pequeño y extraviado para satanizar a esa diversidad que llamamos oposición.
Paradójicamente, en este reino del absurdo en el que vivimos, me temo que quienes se han aprovechado, sin pudor, de la enfermedad del Presidente son justamente los propios oficialistas, aquellos que se rasgan las vestiduras pidiendo respeto. El dolor es una experiencia muy difícil de superar y, tal vez por eso mismo, muy fácil de manipular. ¿Cómo es posible que se llame a los electores a solidarizarse con Chávez regalándole, este domingo, un mapa del país rojo rojito? ¿Con qué adjetivo se puede calificar esa maniobra? La falta de transparencia también tiene un límite.
Siempre hay un momento en el cual el disimulo ya no puede continuar, se convierte en cáscara inútil, en maquillaje que cruje. La incertidumbre vuelve a instalarse sobre el país. Quizás, entonces, resulte muy tentador refugiarse y alimentar la polarización.
Pero también hay otro camino: tratar de desactivarla entre todos.
La polarización supone, de entrada, desconocer al otro.
No darle ninguna legitimidad. No permitirle el derecho de existir y de aspirar al ejercicio del poder. En contextos polarizados, el único espacio posible del otro es el sometimiento. No tiene lugar ni siquiera en el discurso. El otro es ilegal, espurio, debe doblegarse y aceptar su silencio. Esto vale para los dos bandos. La polarización se mueve a punta de dogmas sentimentales. No tiene argumentos sino certezas afectivas. No puede discutir porque no sabe, no puede.
Su andamiaje interior solo da para el grito, el llanto, la pelea.
El país, todos nosotros, somos mucho más complejos que este esquema.
No sólo el Presidente está entre gasas y algodones.
También la sociedad está en terapia.
Nuestro equilibrio es muy frágil. Que la polarización no nos devore. Ese es mi ojalá. Mi forma de decir feliz Navidad.