“‘El Venezolano’ fue el primer periódico que se leyó en Venezuela. Los lectores lo esperaban en las puertas de la imprenta para comprarlo. Se peleaban por tener un ejemplar. (…) Expliqué por primera vez a los lectores asuntos que desconocían, como la existencia y la importancia de los partidos políticos, o cómo debía funcionar un parlamento, o la importancia de la opinión pública”. Antonio Leocadio Guzmán, caraqueño astuto y tenaz que hizo de la política su mejor bandera para comunicar.
Publicado en: La Gran Aldea
Por: Elías Pino Iturrieta
Antonio Leocadio Guzmán es una de las figuras más polémicas de la historia de Venezuela. Padre de un dictador emblemático del siglo XIX, fundador del Partido Liberal que acaba con la hegemonía de los godos y anuncia la decadencia de José Antonio Páez, polemista incansable y agudo, caldo apreciado en las cocinas más importantes de su época y protagonista de anécdotas escabrosas, ha sido objeto de innumerables críticas que han impedido su entrada al santoral de la patria. Hoy queremos hablar con el joven que apenas empieza su carrera, para buscar elementos que puedan ubicarlo de manera diversa en la memoria de la sociedad. La conversación aportará datos biográficos que guiarán al lector, y lo librarán de una introducción farragosa. Hecha la advertencia, veamos cómo nos va con los primeros tiempos del debatido líder.
-Don Antonio Leocadio, llama la atención que, estando en edad de servir en la milicia y de estrenarse en política, no participara usted en las guerras de Independencia. ¿No era usted patriota, o le tuvo miedo a la contienda?
-Participé en tertulias juveniles en las que anuncié mi simpatía por la causa republicana, sin muchos alardes, pero la Proclama de Guerra a Muerte condujo a una decisión familiar que me sacó del juego. No olvide usted que mi padre era un militar español de mediana importancia, pero también un diligente cabeza de familia. Entró en pánico cuando leyó la proclama de Bolívar, que anunciaba un holocausto que llegaría hasta los miembros de la parentela, y organizó un viaje de urgencia para sus hijos y sus sobrinos que me puso en el primer navío que zarpó hacia España. Fue una medida de sobrevivencia puesta en marcha en los finales de 1813, mientras corrían en Caracas horripilantes historias de matanzas masivas de peninsulares y canarios. Por eso no participé, como muchos de mi generación, venezolanos hijos de españoles, en los sucesos de la Independencia. Eso de “contad con la muerte” no va con mis hijos, gritó el viejo capitán Antonio de Mata Guzmán en la plaza mayor cuando nos llevaba apurado hacia La Guaira.
-¿Qué hizo usted entonces en España?
-Estudiar, con profesores liberales que se enfrentaban al absolutismo y me enseñaron los adelantos materiales que sucedían en Europa debido a la influencia de la doctrina liberal. Mientras Venezuela se bañaba en sangre y el caos económico parecía interminable, yo estudiaba. Los amigos de mi generación que se quedaron en el país no tuvieron esa oportunidad. Por eso traje ideas e iniciativas novedosas cuando regresé en 1823, ya sin la amenaza de la Guerra a Muerte. Solo era cuestión de meterme de nuevo en la vida que me habían obligado a abandonar.
-Pronto comenzó usted a destacar en la pequeña ciudad que se recobraba de la guerra.
-Gracias a Tomás Lander, otro venezolano hijo de españoles que regresó antes, participé en tertulias y escribí artículos que me dieron a conocer. Páez ordenó que se me sometiera a juicio por unos artículos que escribí contra el militarismo en El Constitucional de Caracas, pero después me llevó a su círculo por los ensayos que comencé a redactar en El Argos contra el vicepresidente Santander. De él fue la idea de que viajara a Lima, con papeles e informes políticos para el general Bolívar.
-Bolívar se entusiasmó con usted excesivamente, afirman fuentes de la época.
-El entusiasmado fui yo, porque me gustó mucho el proyecto que tenía de imponer en Colombia la presidencia vitalicia que había creado en Bolivia. El leyó con gusto unas letras que escribí sobre el proyecto y me dijo que regresara a Caracas como su emisario personal, a hacer campaña por la presidencia “boliviana”. Al volver publiqué un extenso ensayo de propaganda sobre las bondades de su plan, que provocó importantes debates e hizo que mi prestigio creciera en los círculos políticos.
-Pero su bolivarianismo no duró mucho, señor Guzmán.
-Cierto, pero esa mudanza no fue un asunto únicamente individual. Cambié de punto de vista por los sucesos de La Cosiata, que provocaron el crecimiento avasallante de las opiniones contrarias a Colombia y a su presidente. Por eso no vacilé ante un llamado de Páez para que me incorporara a un grupo de escritores que había creado para promover la secesión. Mi coordinador fue entonces Miguel Peña, quien me colocó en puestos claves de activismo cuando la separación se logró sin disparar un tiro. Todo esto con el entusiasmo de Páez, ya Presidente de la República separada y alegre que daba sus primeros pasos en 1830. Después de la muerte de Peña, fue su decisión personal mi nombramiento como Secretario de Interior, Justicia y Policía, una función altísima, el ministerio más cercano al poderoso Centauro y a las necesidades políticas.
-De esa cercanía vino una extraordinaria distancia, que lo convirtió en enemigo jurado del oficialismo de entonces y del propio Páez. ¿Puede volver a los motivos de ese cambio que dará un vuelco a la política venezolana?
-La Memoria que presenté ante el Congreso en 1831 fue un análisis de la situación del país que provocó grandes elogios por su utilidad y por la objetividad de sus planteamientos, pero que igualmente concitó recelos entre muchos factores de poder que sintieron el crecimiento de mi influencia. Comenzaron entonces a murmurar sobre mi trabajo en la oficina de Páez, quien los oía con atención. Especialmente escuchaba a Ángel Quintero, un propietario de su confianza desde los tiempos de la guerra y el hombre más cercano a su casa de familia, quien no ocultaba las antipatías hacia mí. Las murmuraciones crecieron cuando fui ministro del presidente Vargas, porque se corrió entonces la especie de que no había sido severo con los golpistas, o de que contemporicé con ellos. Resolví entonces retirarme a la vida privada, pero el desfile de personas que me visitaba para que siguiera en el candelero fue interminable y me devolvió a mi vocación de servir a la sociedad.
-No aguantó usted mucho las presiones, porque en cuestión de un mes estaba promoviendo reuniones que llamaron la atención porque se olvidaban del recato a la hora de meterse con Páez. Es lo que aseguran muchos testigos de entonces.
-Los precios agrícolas habían caído después de una etapa de bonanza, y la política de libre concurrencia de capitales, que había sido exitosa, se convirtió en el centro de intensas discusiones. Se afirmaba que el Gobierno favorecía a los comerciantes y a los usureros para perjudicar a los hacendados, situación que me llevó a promover un partido que se declarara abiertamente contra la política económica del paecismo y pidiera cambios profundos. Fue así como me convertí en el líder popular que no había sido hasta entonces, y en figura capaz de influir después en el futuro. Todo comenzó en 1840, cuando fundé el partido fundamental del siglo XIX venezolano, el Partido Liberal, la gran bandería amarilla nacida de mi cabeza.
-En 1840 también fundó usted El Venezolano. ¿Cuál fue la importancia de ese periódico?
–El Venezolano fue el primer periódico que se leyó en Venezuela. Los lectores lo esperaban en las puertas de la imprenta para comprarlo. Se peleaban por tener un ejemplar. Los analfabetos hacían círculos para que se los leyera en voz alta el amigo que sabía leer. El papel y la tinta no alcanzaban para editar fascículos suficientes. Otros redactores, de nuestro partido o del Gobierno, imitaban su estilo para tener algún éxito. La influencia del Partido Liberal no se puede explicar sin conocer antes la proyección de ese periódico que caló tan hondo en la sociedad de entonces.
-¿Puede referirse a los motivos de un éxito tan rotundo?
-Pedí que la redacción fuera sencilla y sin retóricas, para que la entendiera el más simple de los lectores. Expliqué por primera vez a los lectores asuntos que desconocían, como la existencia y la importancia de los partidos políticos, o cómo debía funcionar un parlamento, o la importancia de la opinión pública, o la necesidad de las carreteras, o la relación entre el trabajo y el progreso material. Todo como en una clase de rudimentos para párvulos. Para explicar la crisis económica acudí a las tragedias de la gente sencilla, detalladas con nombre y apellido en atractivos relatos, y así los destinatarios del periódico aumentaron su entusiasmo por una causa común. Jamás nadie los había metido en las páginas de la prensa, y ahora sus peripecias eran leídas y comentadas. Por último, la novedad fundamental: El Venezolano atacó directamente a Páez, después de un período de críticas comedidas, hasta llegar a dardos despiadados. Nadie había hecho nada semejante contra un mandatario poderoso desde el inicio de nuestra historia.
-Usted escribía para los hacendados, dicen muchos colegas historiadores, pero terminó como portavoz de los pobres.
-Las letras de El Venezolano llegaron muy lejos. Los morenos, los dependientes, los peones, los analfabetos y las cocineras comenzaron a engalanarse con una cinta amarilla para pregonar su militancia en el Partido Liberal, y formaron clubes de propaganda en los barrios humildes. Así sucedió en Caracas, pero después en muchas otras ciudades y poblaciones, para alarma de los detentadores de poder y de las gentes poderosas que apoyaban a Páez, a quienes llamamos oligarcas a partir de entonces. El 9 de febrero de 1844, cuando se me pretendía condenar por calumnia en un célebre juicio de imprenta, una multitud asaltó el tribunal y me paseó en hombros por las calles de Caracas diciendo que era yo el segundo libertador de Venezuela. Tiempos de gloria que me llevaron a una elección arrolladora como concejal de Caracas en 1845 y a candidato presidencial en 1846, una nominación anulada por el paecismo en el ímpetu de un ataque que terminó por condenarme a muerte en 1847.
-Pero siguió usted con vida, hasta el lejano 1884.
-Al reaccionar contra Páez, para consolidar su posición el recién electo presidente José Tadeo Monagas me libró del patíbulo y me escogió como su vicepresidente en breve. Por eso, con las mil mañas que ya había aprendido y enseñado, seguí en el candelero hasta que me hice viejo y achacoso.
-¿Se olvidó usted entonces de esos inesperados seguidores de la víspera, que leían El Venezolano y se vestían de amarillo?
-No. Pensé que los atendería en el futuro, cuando llegara a la jefatura suprema, pero nunca llegué. Se me adelantó mi hijo Antonio y desarrolló otros planes.
-En la parte de sus comienzos que hemos tratado no tiene importancia su hijo, el futuro “Ilustre Americano-Regenerador de Venezuela”. ¿Su historia es otra historia?
-En mis asuntos no tuvo importancia, pero quizá sí en el comienzo de los suyos. La importancia que pudo tener el hecho de nacer y crecer en mi casa, rodeado de los políticos más importantes de la época y de los redactores de un periódico fundamental. La importancia de observar mis movimientos y cómo me las ingenié para que nadie destruyera mi carrera política. Pero no porque yo decidiera ser su maestro, sino por eso que llaman pedagogía de la vida. En todo caso, fuimos distintos y se nos debe recordar en forma distinta.
Quizá deba tener el lector mayor información para entender el vínculo del general Antonio Guzmán Blanco con los comienzos de la obra de su padre que aquí se ha abocetado. Pero también para meterse en los asuntos que se han tratado ahora, que apenas son una incitación para redondear una biografía imprescindible. Lo invito a leer más sobre la época, por consiguiente.