“Fuimos incansables en el propósito de cambiar el entendimiento de la política venezolana. El gobierno no debía gobernar como en el pasado, entrometido en el movimiento de la sociedad, afirmábamos ante un público desconcertado. Solo debía poner las reglas del juego y vigilarlas desde la lejanía, mientras los creadores de la riqueza, en igualdad de condiciones, se ocupaban del destino de la colectividad”. José María Vargas, uno de los fundadores de la Sociedad Económica de Amigos del País, y que presidió en 1829.
Publicado en: La Gran Aldea
Por: Elías Pino Iturrieta
El médico José María Vargas es uno de los personajes históricos más reverenciados de Venezuela, pero también uno de los peor conocidos. Las descripciones someras han predominado cuando se evocan sus pasos, especialmente en el campo del trabajo profesional, sin mirar hacia aspectos que lo distinguen como autor de proposiciones que podían provocar incomodidad en su época; o como protagonista de conductas que ayer y hoy son excepcionales y que solo podían conducir a su alejamiento de los negocios públicos. No visitaremos hoy al médico eminente en cuyo espejo se reconocen sus colegas del futuro, ni al célebre rector de la UCV, sino a un revolucionario condenado al alejamiento de los asuntos políticos.
¿A un revolucionario? Antes de pedirle al difunto que nos meta en honduras, refresquemos los datos básicos de su biografía: se gradúa de médico en 1808; residenciado en Cumaná, anima los sucesos de la Independencia en 1811; en 1813 perfecciona sus estudios en Edimburgo; en 1827 es rector de la Universidad Central de Venezuela; en 1829 preside la Sociedad Económica de Amigos del País; en 1830 es albacea testamentario de Bolívar y diputado en el Congreso Constituyente de Venezuela; en 1834 gana las elecciones presidenciales y renuncia en 1836; en adelante continúa como catedrático universitario y como Director General de Instrucción Pública. Muere en 1853 y hoy sus restos reposan en el Panteón Nacional.
Pues a visitar el Panteón Nacional, por lo tanto, a hacer preguntas inusuales y a contar con respuestas adecuadas. Es lo menos que se puede esperar de un personaje que no se inmutó a la hora de provocar terremotos que ahora nadie siente, o por los que no se le recuerda, o que hacen falta como si estuviéramos en el principio del Estado nacional.
-Quiero que hablemos de cosas importantes para la formación de la nación venezolana en términos generales, rector, porque tengo la impresión de que las hizo fuera del claustro, enfrentando muchas adversidades y sin relación con la actividad propiamente académica.
-Eso es relativo. Hice más bulla afuera que adentro, aunque en la casa no dejaran de sentirse las voces del quietismo. Cuando enseñé a mis estudiantes la disección de cadáveres no faltaron los ortodoxos que me acusaron de profanación. Mis clases de cirugía también provocaron ronchas, porque muchos las consideraron como la introducción a una pobre faena manual. Cuando insistí en hacer entrenamientos de dentistería dijeron que estaba rebajando los estudios a sesiones artesanales. Pero fueron tormentas en un vaso de agua porque Bolívar ordenó que se festejaran estos temas en la prensa caraqueña y en la Gaceta de Bogotá, como señales de progreso cultural. Santa palabra. Después de leer esos periódicos los caballeros se quitaban el sombrero cuando me veían en la calle, mientras sonreían las señoras que los acompañaban.
-¿También notó esa efusividad en 1827, cuando participó en reuniones que parecieron extrañas y provocaron murmuraciones?
-Esto fue distinto. Junto con un grupo de particulares, especialmente propietarios muertos de hambre, profesionales sin oficio y jóvenes descontentos con los resultados de la Independencia, desesperados por la desolación material que se experimentaba, iniciamos unas tertulias privadas que se convirtieron en la comidilla de una ciudad que no estaba acostumbrada a ese tipo de reuniones. Hasta se llegó a asegurar que se trataba de una conspiración contra las autoridades. Me impresioné por las reacciones, pero seguí adelante junto con un conjunto de ciudadanos entusiastas y descorazonados. En no pocas ocasiones las tenidas se hicieron en mi casa de habitación, para que se me viera como el líder de unos agitadores.
-¿Cuál fue el propósito de las tertulias?
-Nos reuníamos para hablar de las nefastas consecuencias de la Independencia en las áreas de la economía, la salud y la educación, y de la necesidad ineludible de que se cambiaran a través de la contribución de los particulares. Las cosas no podían quedar en manos de los militares que disponían del destino de la sociedad en Caracas, ni de los políticos que miraban desde la lejanía bogotana, sino de los verdaderos perjudicados por la guerra: los propietarios al borde del precipicio, los hombres llamados a crear y a distribuir la riqueza en la sociedad. Era lo que nos parecía más evidente, pero hacerlo partía de demostrar la crisis con datos irrebatibles y convencer con su evidencia al resto de la sociedad, especialmente a los controladores del poder. También al pueblo llano, que podía alarmarse ante las innovaciones.
-¿Cómo dieron los primeros pasos?
-Iniciamos estudios metódicos y novedosos de la realidad: el estado de los caminos, censos sobre institutos educativos, estadísticas de salubridad y población, posibilidades de industrialización, la introducción de nuevas profesiones, por ejemplo, para que los leyeran los hombres del poder. Fue tanto el trabajo, y estuvo tan necesitado de una coordinación eficiente, que formamos la Sociedad Económica de Amigos del País, que llegué a presidir en un ajetreado 1829 que llamó la atención de Páez. Fue entonces cuando me invitó a su oficina, buscando detalles. Hoy se conservan las actas de todas las reuniones y el testimonio de las iniciativas fundamentales, para quien tenga interés.
-Un trabajo inédito en Venezuela. Tal vez por eso produjo prevenciones y miedos.
-Nadie había hecho jamás algo semejante en Venezuela, desde sus orígenes. Nadie. Muchos militares y muchos eclesiásticos llegaron a los extremos del pánico debido a lo que escribíamos en la prensa o decíamos en sesiones públicas personas como Domingo Briceño, Santos Michelena, Martín Tovar, Juan Bautista Calcaño, Juan Alderson, Pedro José Rojas, Francisco Javier Yanes y yo, que fuimos incansables en el propósito de cambiar el entendimiento de la política venezolana. El gobierno no debía gobernar como en el pasado, entrometido en el movimiento de la sociedad, afirmábamos ante un público desconcertado. Solo debía poner las reglas del juego y vigilarlas desde la lejanía, mientras los creadores de la riqueza, en igualdad de condiciones, se ocupaban del destino de la colectividad.
-Liberalismo puro y duro.
-Pues si, en esencia. Un corte tajante con el pasado. De allí las ronchas que produjo en muchos habitantes del cuartel y en los espacios de la jerarquía eclesiástica, pero no cejamos en nuestro empeño hasta cuando el proyecto se convirtió en constitucional y comenzó a navegar con buen viento.
-Hubo un tema tratado por usted con énfasis, que le echaron en cara cuando fue candidato presidencial.
-Hice una apología de la riqueza y de la importancia de los propietarios ricos, que fue muy criticada porque no congeniaba con las enseñanzas del Evangelio, pero especialmente se me atacó porque hablé del valor del trabajo y de la necesidad de encerrar en correccionales a los vagos que se negaran a trabajar. Se levantó una tempestad contra mis opiniones, pero no cambié de parecer. Eran opiniones peligrosas en una sociedad desacostumbrada al trabajo, o que veía al trabajo como un castigo bíblico, pero las defendí con un silencio de trueno mientras mis rivales las usaban como arma arrojadiza.
-No hubo silencio de trueno cuando lo escogieron como candidato para las elecciones presidenciales de 1834.
-No solo dije a mis proponentes que su proyecto era un error, sino que también lo expresé en las aulas de la Universidad frente a los estudiantes. Pero la presión fue muy grande, en sesiones individuales con figuras de valía y con escritores de los periódicos, o en asambleas más numerosas que coreaban mi nombre como abanderado de la civilidad que se estaba estrenando. Fundaron un par de semanarios para tantear el panorama, sin consultarme antes. Imprimieron unos carteles con mi efigie, sin que yo me enterara. Fue así como me obligaron a aceptar la postulación, pero inmediatamente publiqué un remitido con mi firma en el que pedí a los venezolanos que no votaran por mí. Ya en la semana anterior a las votaciones, hice que mi hermano publicara una carta mía en la que suplicaba a los electores que no cometieran el dislate de elegirme. Tiempo perdido.
-¿Puede resumir las razones de su negativa?
-Era muy temprano para la implantación de un proyecto coordinado por fuerzas civiles. Los laureles de la Independencia todavía estaban frescos, y sus detentadores harían lo que estuviera en sus manos para que no se marchitaran. Muchos oficiales habían aceptado el proyecto liberal con contrariedad, celosos de las prerrogativas que perderían. Yo tenía la facultad de pensar apegado a la realidad, y la quise poner en evidencia al pedir que votaran por las charreteras mientras llegaban mejores tiempos. Recuerde que competía con el general Soublette, que era el favorito de Páez, y con las agallas de un desenfrenado general Mariño, vencedor de Boves y “Libertador de Oriente”, quien confundía la administración pública con una gallera. Era evidente que un modoso y modesto profesor de la universidad sería el perdedor.
-Pero usted ganó.
-Durante un rato. El ganador fue Páez, como yo había pensado en momentos de soledad. Me repuso en el poder cuando el elenco militar más selecto de la época me dio un golpe de Estado, la llamada Revolución de las Reformas sucedida en 1835, cinco meses después de mi toma de posesión. Páez se arregló con los oficiales insurgentes como le pareció, sin consultar conmigo. Concedió amnistías, licencias y dispensas sin hablar con el superior de levita y corbatín que había restablecido en su limbo. Fue entonces cuando me fui de la política para no volver jamás, convencido de mi adecuado conocimiento del país y para solo hablar del tema en este curioso momento que me ha permitido cierto desahogo.
Me parece que cualquier comentario final es innecesario, pacientes compañeros de periplo, especialmente si se pone a jurungar temas castrenses.