Publicado en: El Universal
El desequilibrio interno, la enfermedad, todo lo trastocan. El mejor clima puede resultar hostil, la palabra inocua convertirse en chillido perverso, el breve tránsito trocar en dilatado peregrinaje hacia ninguna parte. La noción de entropía invocada por la Segunda Ley de la Termodinámica, esa medida de desorden de un sistema que debe controlarse si se aspira a la preservación, bien podría alertarnos frente a ese desbalance, esa dispersión de energía que desencaja al organismo vivo. Si no se ataja, la pérdida de centro acaba por adulterar la relación con el entorno y sentenciando la perturbación a la irreversibilidad.
En política, la entropía-enfermedad-desbalance también aparecería con la polarización. La perversa división de la opinión pública en compartimientos estancos y nada dispuestos a promover síntesis constructivas, termina apilando energía inútil y desvirtuando, incluso, la percepción de la propia realidad. Son circunstancias en las que la fuerza tanática se apropia del ámbito de intercambio y lo somete a la lógica del instinto de muerte, la pulsión autodestructiva, el displacer, la patológica compulsión a la repetición.
En sistema social tan malogrado como el venezolano, el desbalance deja su torva pisada. Tal desgaste no sólo afecta a quienes detentan el poder, sino a una dirigencia opositora que, contra el sano hábito de auscultar y dar fin a los círculos viciosos, ha terminado cebando la escisión, las grietas que dividen a la opinión y la hacen refractaria a la idea de una sociedad donde lo natural es que las diferencias se diriman. Hablamos de esa sociedad que no aspira a suprimir el conflicto sino a gestionarlo, a tratar la ecuación del caos y del orden como pares dialécticos que, según afirma Rodríguez Kauth, se complementan para mantener un “equilibrio inestable”.
De ese aumento del desorden interno del cual la sociedad no logra deshacerse, surgiría el llamado empate catastrófico. En tanto situación que afecta la relación dialéctica entre fuerzas que se disputan la hegemonía, como muy gramscianamente la describe Álvaro García Linera, se caracteriza por la “confrontación de dos proyectos políticos nacionales de país, dos horizontes de país con capacidad de movilización, de atracción y seducción de fuerzas sociales; confrontación en el ámbito institucional -puede ser en el ámbito parlamentario y también en el social- de dos bloques sociales conformados con voluntad y ambición de poder, el bloque dominante y el social ascendente; y una parálisis del mando estatal y la irresolución de la parálisis”. Ese atasco puede “durar semanas, meses, años; pero llega un momento en que tiene que producirse un desempate, una salida”.
Igual que cualquier organismo sometido por los desórdenes de la enfermedad, ninguna sociedad puede darse el lujo de vivir a expensas del desequilibrio permanente, la referencia esquizoide, la exaltación, la fiebre continua, la confrontación, el grito destemplado, el dolor que no cede, lo anómalo. La inestabilidad endémica obliga a encontrar curación; no hacerlo implicaría condenar a la sociedad y sus inermes ciudadanos a la autofagia.
Construir una fuerza que exorcice el atasco y resuelva la tensión que inmoviliza -la dualidad del poder, lejos de zanjarlos, sólo ha logrado profundizar los desbalances- pasa entonces por recurrir a la virtud equilibrante de la política, por devolver al ciudadano su condición no de objeto, sino de sujeto de poder; por encontrar una fórmula útil para hablar-actuar juntos y articular visiones en una síntesis plural y representativa de las posiciones de cada sector. Misma labor de auto-entendimiento que, por cierto, inspiró al cuarteto de Túnez en medio de la compleja crisis que atravesó el país tras la caída de Ben Ali.
Sí, la consecución de un punto de bifurcación óptimo, de calidad (y con ello nos referimos al obtenido por medios democráticos) depende en buena medida de la índole del liderazgo en ascenso, de una identidad inmune a las modas opináticas, del afán por procurar un espacio donde la verdad deliberativa encuentre oportunidad de manifestarse y prevalecer, por encima de derivas extremistas.
Mientras la polarización impone sus desfigurados parámetros, claro, esa tarea se complica. En ese sentido, es hora de evaluar si el preámbulo no-político, el que ha apelado a la vía insurreccional o a la derrota moral del adversario abona a la solución negociada o a la inercia, si refrena de algún modo la entropía o la agudiza. Los resultados y no las bellas intenciones están a la vista. A ellos debemos remitirnos cuando los alcances fácticos de cada bando entran en visible competencia.
Asumiendo que, tarde o temprano, el empate catastrófico tendrá finiquito, es forzoso preguntarse: ¿cómo queremos que se produzca? ¿Cómo resultado de un acuerdo imperfecto pero funcional, o de la chusca movida “estabilizadora” que podría coronar con la entronización del mal que combatimos? He allí el riesgo: ser botín de la entropía creciente es otra opción sobre la mesa.
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