Publicado en: El Universal
“La culpa tiene poderes de los que el amor carece, y un rostro que no podemos olvidar”. Eso escribe François Sureau, y así deja constancia de los rigores que para el espíritu supone el torpe trajín con las consecuencias de nuestras faltas. Y decimos “torpe” porque la culpa, la anquilosante y estéril culpa se planta en el corazón y la consciencia cuando no ha habido luces para gestionar el error, ni mirada serena para asumir una reparación. Mala cosa: sin descarnado balance ni reconocimiento del traspié, no sólo es complicado superar lo pasado y librarse de la pueril auto-justificación, también lo será impactar el presente y el futuro. ¿Cómo evolucionar si se opta por abolir la experiencia?
Uno de los testimonios más elocuentes de esa trunca admisión de la responsabilidad lo protagonizó en 2015 el ex-primer ministro británico Tony Blair, antes de la inminente publicación de una investigación sobre la invasión a Irak encomendada a John Chilcot. En esa ocasión y frente a la desastrosa situación que dejó 8 años de guerra contra “el eje del mal” (una que, según EEUU, no se prolongaría más de unos meses) Blair reconoció alguna deuda por parte de «aquellos de nosotros que removimos a Saddam» en 2003, señalando, sí, «algunos errores de planeación». No obstante, insistió en defender la invasión, alegando que era «difícil disculparse» por librarse de Hussein, pues de lo contrario Irak hubiese terminado convertida en otra Siria… una previsión fallida, a juzgar por el caos que sirvió de semillero para el auge de Estado Islámico.
«Erré de buena fe»; una escurridiza coartada, un sí-pero-no.
No hay duda de que la culpa y su tenaz evasión acribillaban el alma,
confundían los diagnósticos. El caso de Blair -quien venía de cosechar
triunfos como la firma de los Acuerdos de Paz en Irlanda del Norte-
ilustra de muchos modos ese costoso extravío. El empeño en negar la
evidencia, en tratar de defender lo indefendible, puso una brillante
carrera en entredicho, al punto de que su decisión llegó a considerarse
como “el mayor error político de la historia británica reciente”.
Lo
dicho: el error político, en tanto compromete los destinos colectivos,
no puede pasar por debajo de la mesa ni borrarse a punta de compulsivo reset
y saltos de páginas. Claro, dado que la política es obra de humanos y
no de criaturas infalibles, es ilusorio aspirar a eximirla de ciertas
miserias, de los fallos de apreciación, del eventual latigazo de la
soberbia o los timos del sesgo de confirmación, esa resistencia a ver lo
que resulta incómodo o contraviene la creencia instalada. “El único hombre que no se equivoca es el que nunca hace nada”,
afirmó Goethe. El error rubrica el paso de la historia como una marca
de agua. Pero eso no significa que su incidencia no pueda ser
contrarrestada; arrancar lecciones útiles al pequeño o gran tropiezo
también es parte de los deberes insoslayables del hombre de acción.
A sabiendas de que la subjetividad nos enreda a la hora de definir el error y lo que deriva en su culposa gestión personal, es preciso convenir que en política los aciertos y desaciertos se miden en función de resultados tangibles, resultados que además se inscriben en una estrategia. No hay metafísica en ello ni conjetura de “almas bellas”; si la acción no sólo no cumple el objetivo específico sino que tampoco abona al itinerario previsto, entonces no podrá considerarse un acierto. Así, el éxito aislado y aparente de una maniobra sólo merecerá celebrarse si al final demuestra que respondió eficazmente a un plan mayor.
Por supuesto, todo eso lleva a detectar en nuestra historia los desmañados, contumaces intentos de licuar esa culpa que produce toparse con la constancia de la equivocación. Sin ir muy lejos: a contrapelo de la cohesión emocional que según números de Datanálisis y Datincorp, sigue generando el resiliente liderazgo de Guaidó, también sería justo admitir que los fallidos corolarios de la praxis opositora confirman la necesidad de un giro, de un deslinde del extremismo para promover cambios en paz. La estrategia insurreccional que arrancó el 23F y desembocó el 30A con la Operación Libertad -sí, un error tan estrepitoso que terminó ajustando la pragmática mira de los halcones estadounidenses- deja una lección: por ahí no es. La asunción plena de esa realidad, sin embargo, no termina de perfilarse en el discurso.
Retomar la vía política que encarna una negociación por elecciones libres es lo que toca ahora, sin reparos ni tramoyas complacientes. Para eso hace falta reconocer por fin el rostro de esos yerros remolcados como lastres, renunciar a la justificación que sólo complace al tumulto de egos hipertrofiados; y mirar a la gente. “Errar de buena fe” equivale a sentirse culpable y no admitirlo, pifiar por no saber; una liviandad imperdonable a estas alturas. Lo sano será contraponer responsabilidad a la culpabilidad, reconducir la emoción hacia lo productivo, zanjar la pelea a cuchillo entre el deseo y lo imperfecto, pero posible.
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