Publicado en: El Universal
El odio atraviesa la sala con pies enfangados, deja nítido rastro de su paso. A merced del caos y la degradación, muchos reivindican su derecho a restregarlo, como si ser víctimas recurrentes los librase del sentido de responsabilidad. La ofuscación bloquea la razón, la inutiliza; pero al rabioso, al ganado por sus propios demonios, poco le importa.
«La vida es una sombra en marcha; un mal actor que en escena se arrebata y contonea y después no vuelve a saberse de él: un cuento contado por un necio, lleno de ruido y de furia, que nada significa», dice Macbeth al enterarse del aparente suicidio de la reina, arpía despedazada al final por el sonambulismo y la culpa. Ruido y furia, en ello se nos va la vida a buena parte de los venezolanos, presas de la frustración que no pudo exorcizarse, como era previsible, a fuerza de renombrar compulsivamente a la realidad.
Desarmados por la política-ficción que cunde en redes, recluidos allí en suerte de Babel opinática, (vale evocar la desconcertante polifonía a la que apeló Faulkner en su novela “El ruido y la furia” para contar la decadencia de los Compson, espejo de ese petrificado “deep south” estadounidense que lidiaba con los tajos de la Guerra Civil) la rabia nos hace cebo del radicalismo. “¿Y qué tiene de malo ser radical, volver a la raíz, la “razón primera” de las cosas?”, dirán algunos mientras se apuran en publicar listas de diputados “traidores” para que después, en pulcra transición gestionada por ungidos, puedan ser descabezados con fines “profilácticos”. La respuesta es simple: pues ante la anomalía no se censura la pertinencia de reformas de fondo -un histórico reclamo de los movimientos demócratas radicales del s.XVIII y XIX, por cierto, que abogaban por conquistas liberales- sino la intransigencia retrógrada, la defensa de principios que enarbolan como cláusula la desaparición del otro; noción adversa no sólo a la vida, también a la civilizada posibilidad de convivencia. Adversa, por ende, a la política y su obligación de tasar la decisión en función de la realidad, siempre cambiante.
Más afín al fundamentalismo, un radicalismo político que en vez de abrazar la integración y el progreso plantea cosmovisiones excluyentes, acaba invocando al fanatismo. He allí la marca de Caín que espeluzna al entusiasta de la libertad. El odio enfocado hacia determinados grupos, el resentimiento implícito en tales movidas hace inviable la pluralidad y tolerancia que deben sellar el pulso del hablar y actuar juntos.
Concebir la opinión (sea de afectos u opositores al gobierno) como entidad monolítica, volverla deslucida manifestación de un pensamiento aplanado y sin matices; asfixiar la irrupción de lo individual, recurrir al profundo desprecio como nexo de identidad colectiva, traducirlo en asco casi físico por el distinto-a-mí y encima tratar de convencer de que la construcción de lo nuevo sólo pasa por la demolición total de lo existente, remite a las recetas autoritarias de siempre. Hay que estar atentos: a contrapelo de cruzadas en nombre de la redención moral, tras toda esa tirria confundida con verdad, el pelaje “libertario” pareciera barajar el apego por aquello que Umberto Eco llamó el “fascismo eterno”.
No hay demasía en la advertencia. En tanto “colmena de contradicciones” el término va más allá del que disparaba la vulgata stalinista. Unido al llamado de nuestra íntima tribu, el Ur-Fascismo “está a nuestro alrededor”, dice Eco, “a veces vestido de paisano”. Sabiendo que en otras latitudes las democracias funcionales forcejean a duras penas con su envión, el panorama no luce leve para un país cuyo ethos ha vivido tanto tiempo sumido en los modos bastos de la autocracia, dislocado por la desinstitucionalización.
Afloran rasgos de ese fascismo vinculado a un populismo cualitativo, por ejemplo, en la apología reaccionaria y anti-modernidad que algunos hacen de “dictaduras virtuosas”. En el castigo al pensamiento crítico y la diversidad, en el impulso por tildar de traidor a quien manifieste su desacuerdo. En el culto a la homogeneidad en torno a ideas o figuras (“el heroísmo es la norma”) o la manía por apartar al impuro, el intruso. En la supresión de la secular lucha por la vida en aras de la épica “vida para la lucha”, que repudia el apaciguamiento como solución; en el aprovechamiento de la frustración y su revelación como antipolítica. “Cada vez que un político expresa dudas sobre la legitimidad de un parlamento porque ya no representa la Voz del Pueblo, podemos oler Ur-Fascismo”, corona Eco. El reflejo aturde.
No se trata de atacar al radicalismo por gusto, sino de tomar partido ante su dudoso designio. Está visto que un germen deletéreo se agazapa tras ese ruido, esa furia que los “macarras de la moral” (Serrat dixit) estrujan a su favor sin entender cabalmente la política, en la cual igual irrumpen, gruñendo y desbarrando. Eso es lo insostenible. Habrá que vacunarse, pues, contra tal tarasca, si interesa no arrimar más sombra y sinsentido a la tragedia.
Lea también: «¿Miedo a la libertad?«, de Mibelis Acevedo Donís