Publicado en: El Nacional
Por: Trino Márquez
Lo que está ocurriendo en España desde el 23 de julio pasado tendría que llamar la atención de todos los dirigentes políticos y analistas ocupados en seguir el curso de los procesos democráticos. La investidura, o sea la designación del presidente del Gobierno, se ha transformado en un gigantesco problema que, esperemos, sirva para discutir y definir el futuro del sistema político español, con evidentes señales de agotamiento.
Desde que se inició la transición hacia la democracia, tras la muerte de Francisco Franco en 1975, y especialmente luego de la aprobación de la Constitución de 1978, España se convirtió en un ejemplo de una democracia que ha sabido saldar sus cuentas con el pasado y avanzar hacia el porvenir en un ambiente de progresiva inclusión, desarrollo económico y equidad social. El Partido Socialista Obrero Español –PSOE– y el Partido Popular –PP– se han alternado en el poder durante décadas sin provocar traumas ni sobresaltos. Ambas organizaciones han sostenido principios colocados por encima de las rivalidades y tensiones propias de dos visiones diferentes en torno de las relaciones entre el Estado y la sociedad, con particular énfasis en el papel del sector público como agente redistribuidor del ingreso y creador de igualdad de oportunidades para todos los ciudadanos.
Entre los valores que se han mantenido incólumes se encuentra el de la unidad de España en cuanto nación. Tanto el PSOE como el PP han entendido que el país está conformado por un conjunto heterogéneo y complejo de regiones y provincias que demandan sus propias especificidades, y que esos reclamos hay que escucharlos y atenderlos. A tenor de esas exigencias, se ha propiciado el reconocimiento, por parte de los órganos del Poder central, de cierto grado de soberanía de las regiones autonómicas, sin atentar contra la unidad nacional ni alentar el separatismo. Cataluña, Galicia, el País Vasco son algunas de las zonas beneficiadas por esa política tolerante.
Esos acuerdos básicos han comenzado a ponerse en riesgo a partir del 23 de julio. El triunfo de Alberto Núñez Feijóo y del PP por un margen bastante menor al proyectado previamente por las encuestas, que lo colocaron lejos de la mayoría absoluta, 176 votos, exigido por el artículo 99 de la Constitución, está llevando a Feijóo a tratar de obtener el respaldo de Vox, una agrupación de derecha montaraz, con un perfil premoderno, alejado de la amplitud que ha tenido el sistema político español y el PP, desde la muerte de Franco. Esa eventual alianza entre un partido de centro liberal como el PP y Vox resulta inconveniente por los mensajes que emite. Con esa coalición forzada Feijóo, más los respaldos que ha logrado, alcanzaría la mayoría que necesita.
Por el lado del PSOE, su líder Pedro Sánchez –para quien lo más importante parece ser mantenerse en el poder a cualquier precio- se muestra dispuesto a pactar Junts per Catalunya, el grupo dirigido por Carles Puigdemont, prófugo de la justicia española por haber organizado el referendo separatista de 2017. Con el respaldo de Junts, Sánchez obtendría los la mayoría absoluta.
En ambos casos, la investidura del presidente del Gobierno de España, es decir, de Feijóo o Sánchez, depende del apoyo de grupos extremistas, minúsculos, ajenos al amplio centro democrático al cual pertenece la inmensa mayoría de los españoles, y fuera de la atmósfera incluyente dentro de la que se ha desenvuelto el sistema político durante casi medio siglo.
Los simpatizantes de Feijóo argumentan que tienen derecho a formar gobierno porque han obtenido la victoria en dos elecciones consecutivas: las municipales de mayo y las generales de julio. Esos triunfos acreditan a su líder como nuevo Presidente. Se niegan a hablar de sus posibles aliados. No quieren comprometerse públicamente con ellos, aunque la única manera de formar Gobierno sea coaligarse con Vox.
Los seguidores de Sánchez argumentan que la Constitución establece que la investidura no se define por el candidato con la mayor votación en las elecciones, sino por quien obtenga el mayor respaldo en Congreso de los Diputados, pues el Gobierno es de origen parlamentario. Este factor le da derecho al actual presidente a buscar los apoyos allí donde se encuentren, sin importar que haya quedado en segundo lugar en dos citas electorales seguidas.
Creo que lo más prudente sería convocar nuevas elecciones en un plazo perentorio, con un acuerdo previo en el Congreso en el que se establezcan dos mociones: que el candidato ganador recibirá el respaldo de la segunda fuerza para formar Gobierno y que durante la nueva legislatura se creará una comisión representativa para reformular el mecanismo de elección del presidente del Gobierno.
La democracia y España necesitan salir fortalecidas de la crisis en el que se encuentran. El enorme peso alcanzado por las minorías extremistas hay que reducirlo, hasta convertirlo en insignificante.