Publicado en: El Nacional
Por: José Rafael Herrera
La doctrina positivista comparte con el nihilismo la perentoria inclinación por lo uno o por lo otro, la recelosa obsesión por el esto o el aquello. Y es justo ese modo de entender -y separar- lo que los hace idénticos. Se trata del ‘o – o‘, es decir, del ‘aut-aut’ característico de la teología filosofante, de la cual son, lo acepten o no, deudores. Ambas doctrinas comparten esa manía por querer aferrarse obstinadamente -en realidad, medrosamente- a un único “principio”, “seguro”, “firme” y “definitivo”, rechazando radicalmente toda posible determinación, toda otredad. Un “principio” al que, no sin razón, Benedetto Croce calificara como el santo y seña representativo del “logos abstracto”. Y es que tan abstractas como terminales son, de hecho, las premisas de las que parten como las conclusiones a las que llegan. El extremismo de las distancias y el recíproco antagonismo radical que se profesan no les permite comprender que los presupuestos de la lógica discursiva los identifica mucho más de lo que creen, que son el otro de ese otro que tanto niegan. En una expresión, son sí mismos, porque a pesar de los ropajes en el fondo son idénticos. Al decir de los franceses, les extrémés se touchent. Lo que significa que los extremos se tocan porque padecen de la misma patología de disociación. La traducción de tales extremos en la vida política cotidiana no es de menor tenor: los defensores del individualismo, por un lado; los defensores del estatismo, por el otro. ¿Y en el medio? En el medio están los snugs, los “notables”, las aguas tibias, las medias tintas, los tertium datur. Mediadores que -hay que decirlo- la verdad nunca median y que son siempre de cuidado, porque a la larga terminan tomando partido por uno de los extremos. Para muestra bastará un escorpión.
Por fortuna, no es lo mismo el historismo que el historicismo. Craso error de Popper, por cierto. El historismo (Historismus) surge en medio de la colapsada Alemania de Weimar, de las manos de Dilthey, Meinecke y Troeltsch. El historicismo (storicismo), nace en una Italia inspirada por el espíritu del Risorgimento, con Labriola, Croce y Gentile. El primero se sustenta en Kant y Schopenhauer. El segundo en Vico y Hegel. En el primero, ética y política representan términos antagónicos. En el segundo, y particularmente con Croce, conforman una relación de necesaria e inescindible complementariedad. En 1925, Croce publicó una reseña de la obra de Meinecke, La idea de la razón de Estado. En ella, el filósofo italiano sostiene que el error cometido por Meinecke en dicha obra consiste en “no haber sabido pasar de la lógica del empirismo a la lógica de la filosofía”, en la cual, y a diferencia de las abstracciones tipificantes del ya mencionado ‘aut–aut‘, “los problemas particulares reciben su determinación y solución”. En su núcleo esencial, la crítica croceana se concentra en la separación que hace Meinecke entre objeto y sujeto o entre Estado e individuo como expresiones de su “dualismo irresoluble”, de su “tragedia sin catarsis”. Es la pérdida, la dolorosa separación, del hombre y del mundo de los hombres y, por ello mismo, la suspensión del juicio, de la «síntesis a priori», del principio de la unidad diferenciada, magistralmente enunciado por Kant en su Crítica de la Razón Pura.
La rígida fijación de los términos, del elemento natural o del elemento espiritual -el centauro Quirón, según la definición dada por Maquiavelo de los hombres-, del Ethos o la Polis, uno frente al otro, resulta no sólo en un recurso final de trascendencia sino, además, y más concretamente, en un dualismo insuperado y autoflagelante. Es la pura imposibilidad de llegar -tan siquiera- a concebir “la pura política o la pura utilidad como forma espiritual activa”, esto es, como devenir. La vida es mucho más rica que los esquemas fijados por la “lógica empírica” de la que habla Croce. Barbarie política, “razón de Estado”, naturaleza irresuelta, de un lado. Trascendentalismo de ideas y valores “puros”, de enunciados abstractos que nunca se traducen en realidades -como el “deber ser”-, por el otro. Ser, de un lado. Deber, del otro. “A un príncipe -dice Maquiavelo- le es necesario saber bien usar la bestia y el hombre. La una sin la otra no es durable: se debe asir la zorra y el león, porque el león no se defiende de las trampas, la zorra no se defiende de los lobos. Precisa, pues, ser zorra y conocer las trampas, y león para espantar a los lobos”. Consenso y coerción, al decir de Gramsci. Rómulo Betancourt, tal vez el más lúcido y completo de los políticos contemporáneos venezolanos, asentiría la conseja maquiavélica sin dudarlo. Y, de hecho, pudo superar con creces los lados del extremismo de los unos y los otros.
Círculo de círculos. Necesario pasaje de lo uno a lo otro: los principios éticos, para poder ser efectivamente concretos, tienen que encarnar en cada individuo, en toda la sociedad. Hic Rhodus, hic saltus. Spinoza supo comprender que el exclusivo aut-aut tenía que ser superado y conservado en el inclusivo sive. De hecho, su Deus sive Natura da cuenta, precisamente, de la fluida relación existente de pensamiento y extensión, de espíritu y materia, de ética y política. Necesario, pues, aprehender la infinita creatividad de la conciencia moral en sus especificidades individuales, en la singularidad de la relación deseo-voluntad-acción. Concebir -en realidad, representarse- separadamente la ética de la política, sólo justifica el desgarramiento de la propia condición humana, esa circularidad que conforma la vida de los hombres. Se trata, en suma, de propiciar, y con mayor énfasis en estos tiempos de crisis orgánica, la enérgica identificación del carácter universal de la ética con la plena conciencia individual. Los llamados «principios» no son nada más que abstracciones si no se hayan encarnados históricamente en los hombres, es decir, si no poseen carne y sangre. No Ethos aut Polis sino Ethos sive Polis.
Para poder liberarse de las tiranías gansteriles y conquistar la libertad es imprescindible la conformación de una profunda reforma moral e intelectual, de una auténtica reforma educativa, sin duda, sustentada en nuevas formas, pero sobre todo en nuevos contenidos; esencialmente centrada en el compromiso de cada uno consigo mismo y, al mismo tiempo, con el resto del cuerpo social. A cada quien según sus necesidades, pero a cada cual según sus capacidades. Una nueva Bildung, una nueva formación cultural, muy por encima de los tecnicismos, las metodologías o la simple instrumentalización cognoscitiva. Una nueva ética y un nuevo modo de hacer política. Una nueva política y un nuevo modo de hacer ética. Una nueva Venezuela. Ambas como resultado del discurrir autoconsciente de la historia. La razón hecha realidad. La realidad hecha razón. La clave está en la Red, en un diseño programático inclusivo, guiado por “la lógica de la filosofía” de la que hablaba Croce. Una red, un nuevo bloque histórico que haga posible una visión superior y concreta de lo que se es, de lo que se debe y de lo que se quiere ser.