Hace muchos, muchos años, se estrenó un telenovela norteamericana, situada en un ficticio Tuscany Valley, que fue rápidamente detectado por los expertos como una evocación del Valle de Napa y sus famosos viñedos, situado al noreste de San Francisco. La saga narraba la disputa –con las intrigas, acusaciones y desencuentros de rigor en el género– de un acaudalado grupo familiar, con parentela pobre incluida, por la hegemonía sobre los extensos campos sembrados para la viña en su propiedad: Falcon Crest.
Nuestra soap opera criolla, recién comienza a emitir sus primeros capítulos, pero ya promete contar con todos los ingredientes necesarios para mantenernos despabilados en las redes sociales –¡qué más nos queda!– a la espera de los últimos giros de la trama y los desvelos de sus personajes.
En el seno de lo que fue una familia –disfuncional, pero familia al fin–, que conoció sus momentos de importantes avances y aparatosos retrocesos, se ha desatado una pugna, un virulento susurro, que nada bueno presagia y que contribuirá a aumentar la desconfianza del otro país –el que no se termina de entusiasmar con el cambio– en la oposición. ¡Otra vez, estos carajitos y sus peleas!
La candidatura de Henri Falcón ha sancionado la nueva división que latía en el seno de la antigua MUD. Dos parcelas claramente definidas (y, claro está, el sector radical de la oposición que argumenta –siempre Off Broadway– que todo lo dijo primero) han tomado caminos divergentes y nada indica que en el cortísimo plazo habrá un abrazo en Guayaquil, o al menos en la Plaza Brión en Chacaíto.
Consumada la división, habría que controlar los daños, establecer protocolos de relacionamiento, evitar los desbordes verbales de algunos dirigentes, y cada quien trabajar en lo suyo sin desmerecerse ante la gente que más allá de los intramuros opositores contempla atónita el Jala-Jala. (Quien crea que tiene a la “comunidad internacional” agarrada por la chiva, se equivoca de cabo a rabo. Basta con leer entrelíneas la prensa mundial).
Henri Falcón tiene todo el derecho –junto a los partidos que lo apoyan– de querer competir en las elecciones presidenciales, y ojalá pueda derrotar al régimen por esa vía. Y quienes no quieren participar en el proceso electoral, para deslegitimar aún más al régimen, están igualmente en todo su derecho, y ojalá el Frente Amplio, recién instalado, logre cuanto antes que las condiciones electorales cambien y sean transparentes y democráticas.
Pero, más allá de las buenas maneras, convendría establecer una tregua, un par de meses de insultos caídos, y permitir que cada estrategia siga su curso sin entorpecerse mutuamente. Descalificar, repudiar, denostar a Henri Falcón puede servir de catarsis –tan necesaria en los días de frustración que corren– pero en nada ayudará al avance de las fuerzas del cambio. Esa procesión debería ir por dentro. Sería lamentable que un sector democrático tan importante se convierta en la mera oposición a Henri Falcón, a pesar de que rime y todo.
En todo caso, esa energía estaría mejor utilizada convenciendo a las grandes mayorías de incorporarse a la lucha por el saneamiento del sistema electoral y el cambio democrático. Habría que impedir, eso sí, que la propuesta se vaya deslizando subrepticiamente hacia la promoción del abstencionismo como política central, así sea coyuntural. De permitirse, volveríamos al 2005 y el daño será otra vez monumental.
Roguemos a los guionistas que impidan que nuestro Falcon Crest criollo termine como el Reservoir Dogs de Tarantino: a plomo limpio entre viejos aliados. Pase lo que pase, el mundo no se acaba en mayo.