Por: Sergio Dahbar
Bakunin aseguraba que la religión era locura colectiva. Antropólogos destacados aseguraban que «si la religión es la explicación del conocimiento a través del relato mitológico, los locos contienen el germen de un profeta’’. Quizás por eso es que uno ve locos por todas partes hablando como presidentes encadenados.
Lo interesante es que el cine ha sido buen refugio para hablar de los problemas de la azotea. Finalmente, el fanatismo seduce, atrapa, porque posee un imán que nos relaciona con verdades ancestrales. Ahí está The Master, inquietante película del imprevisible Paul Thomas Anderson que roza el corazón de la cienciología. Una obra maestra difícil de digerir.
Pero hoy quiero referirme a la más reciente película del extraño realizador estadounidense Kevin Smith, Red State (2011).
Es una obra de terror. Pero también un eficaz thriller. Y finalmente una exploración política en contra de todos los extremismos. Y en especial del que existe en Estados Unidos bajo la forma de corrección política.
Red State ocurre un pueblo profundo de la gran nación. Allí crece un grupo de fundamentalistas religiosos, dirigidos por un iluminado racista y homófobo, el reverendo Cooper, interpretado de manera soberbia por el actor Michael Parks.
«Los homosexuales son la representación máxima de Satán», afirma el reverendo Cooper, líder de la pequeña comunidad de Five Points Trinity, convencido de que catástrofes como la de Nueva Orleans y el tsunami tailandés son la respuesta de Dios ante semejantes manifestaciones del Mal.
Estas líneas forman parte del sermón inicial que convierte en oro la película, algo así como un prólogo impresionante que refleja la psicosis de un pueblo como el americano, donde prosperan cazas de brujas e intolerancias varias cada cierto tiempo. Contra los homosexuales, los comunistas, los lobistas corporativos, etcétera.
Tres adolescentes buscan una iniciación sexual aparatosa y consiguen a una prostituta para pasar una noche bomba en un motorhome perdido en la nada. La ubican por Internet. Hasta aquí llega una de las capas de esta cebolla que pareciera pelarse fácilmente en la mano de Kevin Smith.
La promesa de una noche de tragos y sexo desaforado es apenas una celada para que estos tres querubines caigan en manos de los religiosos perturbados. Atrapados por la moral más puritana y acusados de ofender al Señor, son objeto de malos tratos y torturas. Van a conocer el rigor de la ley del Señor cuando una oveja se extravía.
Y aquí surge el tercer elemento que descalabra los planes de estos redentores ensangrentados: un equipo SWAT vigila de cerca a los fundamentalistas y se prepara para una darles una lección, que por supuesto será tan violenta como las prácticas sanadoras de los lectores de la Biblia.
Después de ver Red State uno entiende que Kevin Smith es un realizador crítico, capaz de mirar profundamente a la sociedad americana y mostrar sus caries sin identificarse con ninguno de los patéticos personajes que ha creado. Cuesta imaginar quien resulta más despreciable en esta película.
Los tres jóvenes intentan defenderse alegando que «ni siquiera soy gay»; el líder de la secta, Abin Cooper, hace posible un sermón que contiene todo el horror que sienten los estadounidenses por el otro, por el desconocido, por lo que no pueden entender; y finalmente, el papel interpretado por John Goodman, jefe SWAT, resulta la otra cara del mal: un bien del que vale la pena escapar y rápido.
«Es la película más jodidamente buena del año», exclamó Quentin Tarantino cuando salió de ver Red State. Kevin Smith ya había realizado Clerks, Chasing Amy y Zack y Miri hacen una porno. Red State, de difícil traducción, es el nombre con que, desde hace una década, se identifican aquellos estados de mayoría republicana en Estados Unidos.
Para quienes piensen que esta obra de Kevin Smith es una ficción enloquecida, deben tomar en cuenta que Red State se inspira en «la masacre de Waco», ocurrida en 1993.
La policía del estado de Texas sitió durante cincuenta y un días el cuartel general de una secta adventista de los Davidianos. Tomaron posesión de él, tras dejar más de cien muertos. Todos ellos armados hasta los dientes.