Publicado en: El Universal
«Algún día, no lejano, se escribirá esa gran novela tolstoyana” sobre “la heroica lucha del pueblo venezolano” ha escrito Vargas Llosa; “y el final será, por supuesto, un final feliz”. ¡Qué mejor cosa puede desear cualquier venezolano sufriente que ver cumplido el augurio del ganador del Premio Nobel de Literatura! Pero eso no depende del solo deseo, nos consta. Aunque por momentos la política aparece iluminada por la épica de lo literario, los ecos de “Guerra y paz”, lo regular es que encuentre en el deslucido charco, en los recovecos que no muchos quieren sondear, en el error recurrente y dolorosamente elaborado, su primer y terminante borrador.
El “final feliz”, entonces, no será fruto de una elipsis que omita el paseo por esos fondos. La brega con la realidad a menudo tiene poco de heroicidad y mucho de atreverse a fallar. Fallar “responsablemente”, eso sí, y sabiendo que eso exige beber de la fuente de enseñanzas que brinda el error.
Cargando con el propio talego de vergüenzas que en 1915 le dejó, por cierto, su desastroso plan de desembarco en el estrecho de los Dardanelos durante la batalla de Gallipoli, el mismo Churchill -referente que ahora colamos como aliño en cualquier sopa que el debate político nos ponga enfrente- juzgaba el éxito como “la capacidad de ir de fracaso en fracaso sin perder el entusiasmo”. Acerca de caer en baches auto-forjados, el “gusano de luz” sabía bien de lo que hablaba. Claro, la clave para corregirlos es diseccionar con tenaz disposición lo que ocurrió antes y después de cada estropicio, aún avistando el hollín que saltará en la operación. Es transitando esos no siempre pulcros interines donde el talento del político para aprender y reinventarse encuentra ocasión de prosperar.
Por lo tanto, ser un “genio en política” de ningún modo se trata de no equivocarse y sí de descifrar la lógica de los hechos y sus avisos, de desarrollar en consecuencia el sentido de responsabilidad, esa comprensión de los efectos que acarrean las decisiones del liderazgo. Se trata de virtú, que implica conocimiento y sagacidad, no presunción; osadía y destreza, no temeridad. No hay ciencia exacta en ello y sí cavilación y dudas, aunque la Historia o la estadística ofrezcan jugosas pistas. No hay modo de adivinar cuál será el método infalible para curar una dolencia tan compleja como la que abate a Venezuela, por ejemplo, ni de precisar las vueltas del futuro en atención al puro ordenamiento sistemático de antecedentes; así que toca echar mano de lo que el presente y sus idiosincrasias aportan, y entrever arreglos que, por encima de todo, detengan el daño.
El problema surge cuando el casorio con la propia creencia evita distinguir el error, cuando este es aprisionado en cápsula de dogmas imposibles de traspasar. ¿Tropezar no dos, sino muchas veces con la misma piedra acaso no nos estaría indicando algún perverso apego al impedimento, un “amor que mata” (y a gran escala); una valoración de la pifia que es del todo arbitraria y peligrosa?
La mala noticia: estudios recientes dirigidos a medir la plasticidad neuronal -esa disposición del cerebro para cambiar y adaptarse a los cambios a partir de la experiencia- hablan de cierta resistencia de las neuronas para sincronizarse con el proceso de aprendizaje cuando el sujeto comete un error, al revés de lo que ocurre cuando acierta. A eso sumemos el sesgo personal, la impronta de lo cultural. Con más razón, reconocer la limitación antropológica obliga a la práctica amplia, rigurosa y consciente de evaluación de resultados, impone estar en guardia respecto al dato que nuestro cerebro posiblemente desechará. Necesario entonces es dudar, repasar, contrastar, rectificar. La mala decisión que afecta a miles de personas no puede darse el lujo de permanecer inalterable.
Atrapado por la cárcel de los principios (a veces un enclenque parapeto que deja tobillos y obsesiones al aire) el liderazgo que niega la realidad, que subestima el fallo, que no se flexibiliza en función de los efectos calamitosos de sus acciones, corre el riesgo de auto-anularse. Un avispero que no ignoró Mandela, por cierto, quien tras sentenciar que el opresor, no el oprimido, es el que determina el formato de la pelea, fue capaz de retractarse cuando advirtió el desenfreno de la lucha armada en Sudáfrica. En aras del progreso de la negociación en curso y a nombre del ANC, accedió en 1987 a renunciar a esa violencia invocada “en defensa propia”, y separarse del Partido Comunista Sudafricano.
El miedo a la incertidumbre a menudo lleva a creer que admitir la equivocación es un rasgo de debilidad. Pero la historia da fe de lo contrario, que es más bien prueba de inteligencia práctica, y un ejercicio de libertad. Conscientes de que el “final feliz” dependerá de la plasticidad para reconocer la mácula y remediarla, conviene superar esa intransigencia que en “La Ilíada” Apolo imputa a un soberbio, ofuscado, “pernicioso Aquiles”, que “concibe pensamientos no razonables y alberga un ánimo inflexible…” .
Lea también: «El castigo de la sorpresa«, de Mibelis Acevedo Donís