Publicado en: El Nacional
Por: José Rafael Herrera
A mis hijas y nietos
“Sólo hay sombra bajo esta roca roja,
(ven a la sombra de esta roca roja),
y te haré ver algo distinto, tanto
de tu sombra siguiéndote a zancadas en la mañana
como de tu sombra alzándose a tu encuentro al atardecer;
te haré ver el miedo en un puñado de polvo”.
T. S. Eliot
El término diáspora es de origen griego. Literalmente significa “esparcir alrededor”, es decir, desconcentrarse y, como consecuencia directa de ello, dispersarse. Es eso lo que ocurre con una cierta comunidad de personas que se ven obligadas, bajo ciertas y determinadas circunstancias adversas, a tener que abandonar dolorosamente su tierra natal y, con ella, su modo de vida, sus familiares, sus amistades, sus tradiciones, sus costumbres, sus oficios y, no pocas veces, su idioma, en busca de otras tierras, de otras culturas, en las que puedan hallar, por lo menos en parte, lo que han perdido o, más bien, lo que les ha sido arrebatado. Cuando se piensa en una forma precisa de diáspora, casi de inmediato viene a la mente el modelo dado por la imagen bíblica y su consecuente representación del pueblo judío, porque se suele pensar que la noción de diáspora está exclusivamente relacionada con aquella determinada experiencia histórica que obligó a las casas de Israel y Judá a huir para poder sobrevivir y así conservar su peculiar modo de ser y su fe religiosa.
Es verdad que la religión -la acción de re-ligare– constituye uno de los factores más importantes en y para la cohesión de un pueblo o de una nación. Pero, en el caso del que se ocupan las presentes líneas, la referencia no va dirigida al tratamiento de una particular religión o de una etnia, y ni siquiera hacen alusión a una clase social específica. Más bien, se trata de la diáspora de una sociedad que creció abierta y que supo hacer de su magnífica generosidad la mayor de sus virtudes. Fue, durante sus años de esplendor, una población diversa y tolerante, policultural y multirracial, dueña de una enorme variedad de tradiciones, plena de aspiraciones y deseos que, a consecuencia de la conformación de un régimen coercitivo y criminal -promotor de la violencia de Estado, la violación de los derechos humanos, el cierre programado de oportunidades, el lastre del anacronismo y la reacción, impuesto por una banda de gansters que mantienen bajo secuestro su sobrestructura jurídico-política-, de pronto, se vio en la necesidad de huir de su tierra. Una tierra privilegiada y llena de múltiples riquezas, cuya capital, hasta no hace mucho tiempo, fuera considerada -¡nada menos!- como “la capital del cielo”. El país que se va con los días, que se va esparciendo y dispersando, es el país mayoritariamente joven y lleno de potencialidades. Es el país productivo. Ese es el que se va: el país formado, pensante, cultivado, generador de riqueza. Poco importa si son altos o bajos, gordos o flacos, negros o blancos, católicos o protestantes, caraquistas o magallaneros. En la otrora “Tierra de Gracia”, la diversidad nunca importó. Sólo importaban sus características comunes: el hecho de ser ingeniosos, inquietos, alegremente creativos y estar siempre bien dispuestos. Un viejo adagio aun los tipifica: “Al mal tiempo, buena cara”. En una expresión, sólo importaba ser venezolano. Un gentilicio, por cierto, muy distinto al marginalazgo chavo-madurista, el lumpanato que, durante los últimos tiempos, se ha ido de lo que va quedando de país para desprestigiar deliberadamente el buen nombre de su gente de bien.
Con pasmosa premura, a Venezuela se le ha ido yendo lo que con tanto esfuerzo logró construir: la calidad de su civilidad. Y mientras van pasando los días, el país que va quedando va perdiendo su extraordinaria belleza, la bondad y verdad de otros tiempos, la magia envolvente de su Omni trinum perfectum est. Con impía premura, el país va quedando en manos de la gansterilidad, de la barbarie ritornata, envuelto por la soledad, la triste penumbra y el miedo, maniatada por la brutal represión que ha hecho miseria de su cuerpo y de su espíritu. Sometida y exhausta, la Venezuela famélica, que aún sobrevive, guarda en la memoria, no sin nostalgia, los tiempos de gloria y esplendor. Pero ya su memoria falla, no es firme como antes, se desvanece entre sus canas mientras hace la interminable cola del cajero para cobrar los crueles céntimos del populismo o recibir las mendicidades de una caja de alimentos de dudosa procedencia. El “vivir viviendo” de los primeros años de populismo ha terminado en el rotundo “morir muriendo” de la era gansteril. Es el sórdido mecanismo de control totalitario. La Venezuela que va quedando hurga en la basura para poder comer y muere de indolencia en hospitales desasistidos o en ruinas, mientras los alacranes celebran la cobarde anulación del mandato de su resiliente sociedad civil. Un país intervenido por el régimen cubano y saqueado por mafias internacionales que expolian sus riquezas. Un país que ya no forma, que ya no estudia y en el que sale menos costoso quedarse en casa que salir a trabajar.
La atroz diáspora que ha sufrido Venezuela ha sentenciado su actual estado de indigencia. Es la concretización de su pobreza espiritual y material. Y es que no son pocos los académicos, científicos, intelectuales y artistas, de renombre y prestigio, los que se han visto en la necesidad de abandonar el país. También buena parte de su fuerza productiva material, de sus técnicos y profesionales, de su mano de obra calificada y especializada, de su clase trabajadora. En nombre del proletariado, el gansterato ha hecho retroceder la historia de Venezuela desde la formación social capitalista hasta las formas de producción feudal y esclavista. De hecho, en la Venezuela de hoy, puesta al servicio de los intereses hegemónicos de poderosos carteles internacionales, la sociedad civil, ese motor generador y de la riqueza de una nación, al que Marx caracterizara como la base real de la producción de la sociedad, ha sido premeditada y alevosamente debilitada, obligada a esparcirse, desconcentrarse y dispersarse por el mundo.
El miedo no es libre. Tampoco lo es la estupidez. Enceguecida por la furia del terror religioso, la España de Isabel y Torquemada expulsaron a los “infieles” -moros y judíos- de la península ibérica. Matemáticos, médicos, filósofos, ingenieros, arquitectos, banqueros, artesanos, comerciantes, en suma, la “base real” de la estructura económica de su formación social. A partir de ese momento, el Imperio español puso las premisas para que, a pesar de su gran poderío militar y de su extensión mundial, Inglaterra, paso a paso, llegara a convertirse, primero, en la gran potencia rival y, más tarde, en la potencia superior, cuna de la revolución industrial. Que los Estados Unidos de Norteamérica sean una potencia mundial, no se debe a las diásporas de su población sino, muy por el contrario, a su capacidad de recibir y concentrar las grandes diásporas de las sociedades fracturadas. Las miserias de Cuba tienen su contrapeso en la diáspora cubana, que reagrupada en la Florida hizo de un pantanal un emporio, la capital cultural de América Latina. Hay que detener este cruel sangramiento de Venezuela. Hay que ponerle punto final a la destrucción de un país que, hasta hace pocos años, se atrevió a extender sus brazos a otros pueblos, a otras culturas, y supo aprender de ellos, para crecer con sus valiosos aportes. Es tiempo de reconstruir el país, como dice Eliot, “con los fragmentos apuntalados contra sus ruinas”.