Por: Jean Maninat
Hay que confesarlo, en esta columna crecimos creyendo que los buenos siempre ganarían, sin importar mucho lo que hicieran. Así, el Llanero Solitario nunca sería alcanzado por los bandidos mientras cabalgaba sobre la silla de su caballo Plata, el sargento “Chip” Saunders abatiría brigadas enteras de soldados nazis sin sufrir mayores rasguños en Combate, y Drácula se haría polvo cósmico gracias a una estaca clavada en el corazón al final de cada película. El bien siempre se impondría frente al mal.
Con los años, uno se fue dando cuenta que esa “mano invisible de la bondad” tenía muchas cunas que mecer al mismo tiempo, y no se daba abasto para protegerlas a todas. Y por supuesto, que los malos no eran siempre tan malos, ni los buenos tan buenos. Y el mundo se nos comenzó a complicar. Más aún cuando creímos que en la lectura encontraríamos una pócima de verdad universal y terminamos tan enredados como cuando cerramos el Phaedo por primera vez. Sin embargo, aprendimos a pensar por nosotros mismos, el mejor don que nos puede haber regalado la providencia.
Pero, hélas, resulta que con el desarreglo que sufre el mundo (el asedio a los valores democráticos desde izquierda y derecha) la dicotomía bondad-maldad ha regresado a mortificar conciencias cuando las viejas certitudes ya no son suficientes para calmar las nuevas angustias. Y se regresa a pensar -¿desear?- que hay un movimiento de la historia regido por un fin último, que como un metro sobrenatural, luego de pasar por la penumbra de tantos túneles, nos depositará en la estación final iluminada por el bien.
Es un tranquilizante, un pacifier -como se le dice a los chupones en inglés- para evadir la responsabilidad que tenemos cuando cometemos errores en política con el celo de un asesino en serie y luego queremos convertirlos en parte de un círculo virtuoso previamente determinado. Una concatenación de errores conduciría -con la lenta seguridad de una oruga- al gran triunfo final. Es cuestión de insistir en cometerlos.
Los aciertos de la oposición democrática en nuestro país -y en el planeta- son producto de decisiones adecuadas, no del encadenamiento de casualidades. Es sabido que errar es humano, pero insistir en el mismo error es un acto de vanidad autocomplaciente digno de un dios griego de teatro con goteras.
El gran logro electoral -ya mítico- de diciembre 2015, fue producto de una decisión políticamente acertada, bien ejecutada, y que puso fin a una cadena de chapucerías que fue muy costosa. Podemos hacer las lecturas que queramos, coger los berrinches que nos venga en gana, pero el último gran triunfo opositor que se tuvo fue bajo una dirección colegiada (sí, era la MUD) que desbarrancó cuando se cambió la política por el azar voluntarista. Y aquí estamos.
Los buenos no están destinados a ganar por diseño. Si el Llanero Solitario hubiese desechado al veloz Plata por el macilento Rocinante, hace tiempo que los malos lo hubieran alcanzado. ¿No es verdad Toro?
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