«Si se busca la raíz del chavismo parece sensato encontrarla en la decadencia de la democracia representativa»
Publicado en: La Gran Aldea
Por: Elías Pino Iturrieta
Las analogías entre épocas históricas son arbitrarias, debido a que en cada tiempo se vive según los motivos de una peculiaridad irrepetible. Si se intenta una comparación entre lo que sucede en nuestros días y lo ocurrido en el pasado, así se trate de un período reciente, terminamos en distorsiones y disparates. Pero también es cierto que la caracterización de un tiempo histórico se facilita con la memoria de fenómenos de antes, que pueden ayudar en su comprensión. Adelantadas estas prevenciones, se intentará de seguidas un vínculo entre gomecismo y chavismo.
Si se busca la raíz del chavismo parece sensato encontrarla en la decadencia de la democracia representativa. Tal vez nadie esté en capacidad de negar que la paternidad de la actual dictadura se encuentra en la descomposición de la política a partir de las últimas décadas del siglo XX. Sin embargo, conviene recordar cómo los militares que reaccionan contra el establecimiento anuncian un divorcio que, si no los pone en la vanguardia de un proyecto inédito, los debe relacionar con hechos anteriores que les sirven de inspiración, o que pueden imitar porque apuntalan un proyecto de dominación. Nadie duda de que los jóvenes oficiales del chavismo fueran aficionados a la literatura marxista y a los panfletos importados de Cuba, así como a otros textos de filiación fascista y a fuentes cuya banalidad conduce a un rompecabezas indescifrable, pero nadie se ha puesto a pensar sobre cuál fue el modelo, sacado de la historia de Venezuela, que mejor les acomodó para convertirse en dueños y señores de la sociedad.
Durante la dictadura de Juan Vicente Gómez, el país entra en una situación de estabilidad política debido a la brutal hegemonía que se establece. La muleta de la explotación petrolera permite que se alivien situaciones de miseria generalizada y penetren novedades de la técnica y del capitalismo estadounidense, mientras se asienta un régimen tiránico que jamás había sufrido el país.
La persecución de la disidencia se convierte en hecho cotidiano, debido al establecimiento de un sistema de asesinatos, desapariciones y torturas sin precedentes; de un conjunto de prisiones severas ante las cuales se paraliza la ciudadanía; de una red de amenazas y delaciones que adquiere fama internacional.
Las regiones son administradas por procónsules que las manejan como cosa propia, con la venia de quien los ha impuesto para que hagan lo que les venga en gana mientras avalen su reinado.
La ley se pone al servicio del régimen, para conducir los tratos civiles y los asuntos judiciales por un estrecho sendero que se debe cruzar inevitablemente.
La libertad de expresión pasa al cementerio, sin posibilidades de resurrección o reanimación. El miedo se convierte en un sentimiento constante, para que la sociedad guarde silencio ante exhibiciones de brutalidad que claman al cielo. Debido a infinitos actos de corrupción administrativa, una clase opulenta se establece en la cúpula con el deseo de permanecer hasta el fin de los tiempos con la bendición del Benemérito de turno y de los hidrocarburos sempiternos. Un sistema de publicidad capaz de llegar a todos los rincones, aclama a la cabeza del régimen y a sus obras portentosas.
¿A qué se debió el éxito del proyecto? No a las cualidades del dictador, proclamadas por sus plumarios, desde luego, ni a la existencia de una nueva clase de dirigentes dispuesta a modernizar o a aliviar la vida del pueblo. El éxito de tales resultados se debió a la creación de un factor de poder que no existía, y que se echaba en falta desde la época de las guerras civiles: el ejército nacional. Hablamos de un brazo armado de la tiranía que Gómez ofrece y vende como continuación de la obra inacabada de Bolívar, como heredero de las gestas de la Independencia y como garante del futuro. Los oficiales entrenados con meticulosidad y las comandancias disciplinadas, genuflexas y buchonas, no solo garantizan la permanencia del tirano, sino que también pretenden asegurar la continuidad de su dominio con ellos en la casa de gobierno o el cuartel vecino, con el Samán de Güere en el rol de tótem de los elegidos y con la caricatura del Libertador en el centro de los estandartes.
Si los golpistas del «bolivarianismo» querían trabajar a fondo su plan, es decir, llevar a cabo una regeneración de la vida porque ellos también merecían la administración de la herencia de los patriotas que habían renacido en el «Ejército Rehabilitador», la memoria de una tiranía vitalicia como la de don Juan Vicente les caía del cielo. Si le hacían antes el maquillaje, desde luego. Aunque apenas por encima, sin esfuerzos denodados, no en balde buena parte de la sociedad ha estado enamorada del horror de Gómez porque lo ha considerado como una especie de arcángel ordenador. El chavismo solo debía alimentar una memoria coronada por las charreteras que bordó el «César Democrático», medio pulidas de antemano para que el cesarismo sonara menos que la democracia. Un modelo tan sugestivo invitaba a la repetición, a un cómodo renacimiento disfrazado, sin los quebraderos de cabeza que significaba asumir con seriedad la fundación de una república distinta de la anterior.
Lo que han leído se ha inspirado en el análisis del informe de PROVEA sobre violación de derechos humanos en Venezuela, que circula desde hace tres días. Asegura el informe que entre 2013 y 2023 se registraron entre nosotros 43.033 víctimas de violaciones a la integridad personal; 1.652 víctimas de torturas; y 7.309 víctimas de tratos o penas crueles, inhumanas y degradantes. Partiendo de estas cifras espeluznantes, e independientemente de lo que proponga la lógica en materia de analogías, difícilmente puede discutirse la semejanza que se establezca entre el tenebroso gomecismo y la dictadura que hoy padecemos.