Por: Jean Maninat
Hace siglos, cuando el mundo era todavía en color sepia y los hombres iban por la vida en rigurosos trajes cruzados, corbatas anchas cual lengua de rumiante, y un discreto y bien doblado pañuelo blanco asomando en el bolsillo derecho, la Presidencia de la República era considerada como el ejercicio de un magisterio que suponía que quien ejerciera el cargo realizaría una labor de enseñanza, discreta y ejemplar. Y de pocas palabras, justo las necesarias.
Fue antes de la explosión de los jingles, los spot publicitarios y de que los Mad Men criollos le dieran alas en los pies a Carlos Andrés Pérez para que humillara a sus pobres contendores saltando como el Hombre Araña cuanto charco, charquito, charcote le pusieran al frente como obstáculo electoral a vencer. Luego Caldera se comería sus cogollos en vinagreta agridulce y le calentaría la silla presidencial al Galáctico para que se sintiera como en casa el momento venido. Ah, la carrera hacia el 2024 promete ser espléndida en sabrosuras, en contribuciones al Fondo para el parloteo universal con sede en Bogotá, Colombia.
Allí reside y ejerce uno de los más auténticos representantes del oficio de parlotear, de la cháchara que se enrosca en sí misma, se contonea melosa sobre su eje, se autocomplace y va dictando cátedra ambulante, iluminado el Ágora de los periodistas, siempre tan dispuestos a hacer la pregunta que dispare la mayéutica insondable de nuestro personaje de hoy: el presidente Petro. Una simple pregunta de ocasión sobre la alta inflación que atraviesa la economía mundial, puede dar rienda suelta a una perorata que comienza con la extracción del oro en la baja colonización de la América española, sigue con la guerra entre liberales y conservadores y termina con el calentamiento global. Todo a precio de un bostezo.
La manía de pensar en alta voz, de discurrir en público lo que le va viniendo a la cabeza le ha creado más de un entuerto político, un rifirrafe constitucional como con el Fiscal General de la Nación a quien quiso circunscribir a la condición de empleado subalterno, todo para después terminar tratando de enmendar la plana (Donde dije digo, digo Diego) alimentando la sensación de que una bruma de misión redentora, de destino manifiesto, a veces le nubla el buen juicio, el sentido común que hace al buen gobernante serlo, ya sea en su hogar o en su país.
De las grandilocuentes transformaciones que harían de Colombia una economía no extractiva, del paréntesis moderado con profesionales sosegados y de alta calidad, luego saqueados, se pasa a la exaltación de la calle y “el mandato del pueblo”, (por el amor de Dios, ¿hasta cuándo?) a las teorías conspiranoicas de golpe de Estado. Es un lugar común, pero se nos ha hecho difícil impedir que nos explote la imagen de un parlachento aprendiz de brujo en la pantalla del ordenador. Sería excelente que sosegara las ganas de platicar, de conversar con sus gobernados como quien conversa con los parroquianos de un café y se dedicara a gobernar discretamente, casi en modo película muda, y que deje algo más que los estropicios de tanta santa palabra.
Y, last but not least, ¿sería posible -sin menoscabar sus derechos humanos- confiscarle el Twitter hasta que concluya su mandato?