Publicado en: El Universal
“La lengua abundante es señal de mano escasa”, reza el refrán, en suerte de zumbona sentencia acerca de esa distancia que parece existir entre lexis y praxis, abstracción y realización, el pensar-decir y el hacer. En terrenos de la política y más allá de esos llanos desahogos, mucho se ha discutido al respecto, por cierto. Quienes optan por preconizar la intervención químicamente pura del “hombre de acción”, por ejemplo, alegan que sus movidas suelen prescindir de las teorizaciones; una compañía estorbosa en la medida en que operar sobre la urgencia demanda zambullirse en la realidad, tal como viene. He allí verdad a medias, no obstante: si bien es cierto que la acción, como apunta Arendt, hace posible la transformación del mundo, en ausencia de ideas funcionales y desprovista de alma, de logos, la praxis avanza sin fuelle suficiente, se vuelve enclenque; y fracasa. La sola voluntad, el solo impulso, en fin, no bastan para dar consistencia a la gestión de un líder obligado a superar la impronta simplificadora de la épica.
El buen hacer supone pensar. En tanto actividad que afecta el espacio entre-nos, la política pide un ejercicio que no esquive la construcción elaborada, no perentoria, un sentido que la oriente y justifique. Así, el apretado encadenamiento que pasa desapercibido cuando toca decidir sobre la marcha, nos debería hablar de la sinergia entre el “saber hacer” y cierta señera cualidad desarrollada a partir de la experiencia y el conocimiento.
Conviene volver sobre los pasos de Isaiah Berlin, a su disertación sobre el sentido de la realidad y el juicio político. Al examinar la peste de los nacionalismos del s.XX, Berlin explica cómo el romanticismo redujo la libertad humana a pura autonomía de acción: así cobró cuerpo la imagen del héroe trágico, agente que no rinde cuentas a nadie, que subestima los límites del conocimiento científico, que sólo debe lealtad a sí mismo y en el que la ética de la convicción sojuzga a la ética de las consecuencias. Irónicamente, una visión que justificó las mayores perversiones autoritarias en el pasado sigue cosechando adeptos en el presente; y la política venezolana tampoco se ha librado de sus arañazos.
Hacer, hay que hacer, hacer mucho aunque eso no entrañe necesariamente pensamiento estratégico o sentido de la realidad: de un tiempo para acá nuestro ecosistema político parece rebasado por la compulsión de estos auto-mentados “pragmáticos”. Henchidos, sí, de nobles intenciones, pero renuentes a revisar las lecciones de la historia; dueños a su vez de una noción de praxis que parece girar en torno a una precaria lexis, una idea fija aunque expuesta de diversas, efectistas, potables, cada vez más customizadas formas. No extraña entonces que un mantra inamovible suplante toda flexible labor de racionalidad. Que el afán de deliberación atado a la duda que suscita la falta de resultados, sea visto como ataque, como intento de fragmentar lo que ya luce en extremo fragmentado… ¿cabe acaso llamar a esto “pragmatismo”?
Es justo reconocer que para el pragmatismo -como sostenía unos de sus más célebres exponentes, Charles S. Peirce- verdad, bondad o belleza atienden al éxito que estas reporten en la práctica. El pragmático se basa así en la utilidad de ideas o acciones; en la falibilidad, esto es, la naturaleza tentativa y siempre sujeta a rectificación de las afirmaciones, lo cual supone por un lado sensibilidad para abrazar la contingencia, y por otro, el rechazo a certezas últimas e inmutables. No hay separación entre razón práctica y teórica. La verdad es aquello que funciona, concluía Schiller.
En atención a eso, ¿podríamos decir entonces que un político es pragmático por el simple hecho de eludir las definiciones, de poner la acción por encima de la ortodoxia de determinada doctrina? ¿No es más bien anti-pragmatismo desdeñar sistemáticamente la evidencia empírica, la razonable previsión, y entregarse al tanteo a ciegas; apostar tercamente, por ejemplo, a la virtud de un enunciado, sin advertir que la aplicación desmedida de métodos para concretarlo –llámese calle, levantamiento o movidas caóticas a favor de un quiebre militar; todo menos apostar al efecto movilizador del voto- no se traduce en corolarios aprovechables?
Mal podríamos hablar de pragmatismo cuando el sentido de la realidad no forma parte de la conducta regular de quien se proyecta como hombre de acción. Evadir ideas que podrían dotarlo de vital perspectiva y sustituirlas por las llaves todo-uso que provee el marketing, tampoco figura en el menú de lo deseable. No se trata, claro está, de convertir al político en un consumidor de ideologías o de exigirle una vana erudición (inevitable recordar que en 1981, una descomunal criatura política como Walesa admitía ante Oriana Fallaci no haber leído un solo libro) y sí discernimiento, comprensión del laberinto del “espíritu de los tiempos”, coherencia, cautela y no temeridad; el hambre de ideas necesaria para entender que, ante la desventaja, menos no es más.
Lea también: «Cuervos de la democracia«, de Mibelis Acevedo Donís