El hambre y la fiera – MIBELIS ACEVEDO DONÍS

Por: Mibelis Acevedo Donís

“Ayudadme a ser hombre: no me dejéis ser fiera
hambrienta, encarnizada, sitiada eternamente”.

Miguel Hernández, “El hambre”

Como arrancada de la estremecedora visión del mapa del Inferno que Dante inspiró en Boticelli: la imagen de la espalda seca, el cuerpo apenas cuerpo, apenas piel y vértebras del niño que con 2 años de vida y justo antes de fallecer en el Hospital «Domingo Luciani» sólo llevaba consigo sus 4,5 kilos de peso, embiste con ímpetu artero. “Tener hambre es la cosa primera que se aprende”, dice el poeta Miguel Hernández; también puede ser la última que se olvide. Esa disminuida cáscara, exigua y castigada, era síntesis del calvario transitado durante estos últimos tiempos de Socialismo del s.XXI en Venezuela: el patriotismo ondeando como agujereada bandera en la retórica oficial, una inflamada de embustes que pretenden erigirse en verdad («En Venezuela no hay hambre, hay voluntad… aquí no hay crisis humanitaria, hay amor”, afirma desde su huera tribuna la Presidenta de la ANC) mientras tras el andamiaje, un país muere de hambre. Literalmente. Así, sin poesía ni blandos prólogos. Sin atenuantes.

“Supe de él hace días, antes de que fuera noticia. Sabía que iba a morir”. Otra historia trunca, otra víctima de la dejadez del Estado y su sentencia precoz: “Cuántos niños muertos desde la primera alerta temprana que dimos sobre aumento de la desnutrición aguda en las parroquias mas pobres del país”, clamaba recientemente Susana Raffalli, con la autoridad que brinda ser una de las expertas en emergencia humanitaria que con mayor tenacidad ha denunciado un naufragio que le mira directo a los ojos, todos los días. Sólo este año han muerto 37 niños por hambre, indica la nutricionista; y advierte que, según parámetros internacionales, tras superar la barrera del 10% de desnutrición severa se está ante un punto de quiebre, en el mero umbral de la tragedia. En Venezuela, según Caritas, ese nivel está hoy en 11,4%, aunque la misma Raffalli afirma que en algunos estados la cifra alcanza el 13%.

El extendido flagelo del hambre, ese demonio temible pero aún ajeno que se nos aparecía en las historias sobre grandes hambrunas como las causadas por las guerras, o como la que tras la colectivización forzada trajo el Holomodor ucraniano, o como la que fue dejando cadáveres ambulantes en Somalia u ojos insondables cual abismos, enormes y turbadores en los quebradizos niños etíopes, amenaza a un país que con todo y sus innegables dificultades, sus índices preocupantes de pobreza durante la era democrática, no registró niveles de desnutrición aguda mayores del 4% (1989). No es preciso manosear mucho el análisis para saber que en términos de atención de necesidades básicas –luego incluso del más generoso boom petrolero de nuestra historia- hoy, con una población pobre de ingresos que según Encovi  abarca 82,8%, estamos mucho peor que antes.

Por eso el frenético mantra que cunde incesante en el metro, en las esquinas, en las colas de los comercios desabastecidos, en las salas de espera de los consultorios, en oficinas y casas, en cualquier espacio donde concurren venezolanos cada vez más sacudidos en cuerpo y alma por los rigores de la escasez, de la inflación. Atrás queda el recuerdo del reconocimiento que en 2013 y 2015 otorgó la FAO al gobierno bolivariano por sus logros en la “erradicación del hambre y la pobreza extrema”, (Marcelo Resende, delegado de la organización, aseguró entonces que “ya el hambre en Venezuela no es un problema”) logros que a la luz mortecina del presente se tornan sospechosos… ¿cuántos siglos es posible desandar en apenas meses? ¿Qué virtud de Atilas es tan musculosa como para llevarnos de una pretendida “Hambre Cero” a ser el país más pobre de Latinoamérica?

El recelo es cada vez más acuciante, en especial ante la evidencia de que iniciativas como los CLAP (señalados por las mismas comunidades por irregularidades en la distribución, por su uso como instrumento de chantaje político o como habilitadores de un exclusivo círculo de restricción-abastecimiento que impulsa la corrupción) lejos de aliviar la crisis, la han agravado. ¿Cuál es el propósito del régimen, entonces: que sigamos descendiendo, víctimas de una vorágine que lleva a sótanos impensables, hasta que no quede niñez o juventud en pie, ni nervios en el resto para seguir resistiendo; hasta que el ayuno, finalmente, nos anestesie del todo? Lo cierto es que esa podría ser una ambición resbaladiza, más cuando el barco hace aguas por todos lados y las miradas del mundo exigen cambios de ruta; más cuando la rabia parece ser el nuevo acicate de las horas. “Tener hambre es la cosa primera que se aprende”, porfía Miguel Hernández; “por hambre vuelve el hombre sobre los laberintos/ donde la vida habita siniestramente sola/ reaparece la fiera, recobra sus instintos, sus patas erizadas, sus rencores, su cola”.

He allí otro tic-tac que urge reconocer, antes de que la bestia nos gane, antes de que el caos nos apretuje en el más tosco de los infiernos.

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