Los noruegos entran en el juego acaso porque un escandinavo con denso y profundo conocimiento de este país finalmente les explica en idioma de vikingos cómo esto que ocurre no es una crisis sino, para usar palabras que describan más apropiadamente la situación, una debacle sin freno. Les dice que ya no cabe comparación con otros países de América, ni tan siquiera con el por tantos años adolorido Haití. Esto es hacer suramericana la situación de cualquier país del centro de África.
Les pone sobre la mesa cifras, estadísticas, estudios. No se trata de muertos por enfermedades que puedan ser aisladas. Que hay que entender que los virus y las bacterias caminan, cruzan las fronteras, viajan en autobuses, aviones, barcos. Los portadores se mudan, buscan nueva residencia. Son caminantes en procura de algo que se parezca a futuro. Las normas internacionales modernas los protegen. En esa sala de reuniones la palabra que no se atreven a pronunciar asusta tanto que ya no vale cerrar los ojos o mirar para otro lado. ¿Cuánto cuesta atender una emergencia por una pandemia?
Ya no hablan de los que han migrado. Hablan de los millones que se irán en los próximos meses. Más arruinados, más debilitados, más necesitados, más desesperados. Los vecinos quieren ser solidarios pero la política de fronteras abiertas luce cada vez más cuesta arriba. Y no hay cómo costearla. Las organizaciones internacionales alertan que los migrantes pueden alcanzar la cifra de siete millones en un lapso de 18 meses. Oficialmente ya hay más de tres millones setecientos mil. Pero saben que la cifra real se acerca a cinco millones. Y no, no hay cama pa’ tanta gente, no hay empleo pa’ tanta gente, no hay salud, ni educación, ni vivienda pa’ tanta gente, contimás para siete millones.
Algo hay que hacer. No se trata de buscar una solución. Hay que construirla.
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