Publicado en: El Nacional
Por: José Rafael Herrera
“El hombre conoce y comprende sólo algunas
cosas, precisamente las que él mismo hace”.
Giambattista Vico
En la Crítica de la razón pura, Immanuel Kant, heredero legítimo de una honorable tradición filosófica, sostiene que la metafísica tradicional posee tres objetos de estudio: Dios, Alma y Mundo. En efecto, en el capítulo dedicado a la Dialéctica Trascendental, el autor de la Kritik afirma que “la metafísica dogmática” se divide en tres partes: “la Psicología racional, que estudia el Alma, la Cosmología racional, que estudia el Mundo, y la Teología racional, que estudia a Dios”. Son, como ya se ha sugerido, campos y objetos de estudio que derivan de una noble tradición filosófica, la que, por cierto, contrasta con el más modesto y menos ambicioso argumento que, apenas medio siglo antes, desarrollara, en la soledad de Nápoles, Giambattista Vico en su Scienza Nuova, víctima de la “narrativa” -como se dice ahora- del cartesianismo. Sólo se puede saber lo que se hace, observaba Vico: “Se non si fa, non si sa”. Y si los hombres no han hecho a Dios, al Alma o al Mundo, entonces, ¿cómo podrían saberlos? Kant, atrapado en la irresolubilidad de las antítesis de su dialéctica trascendental, terminó recurriendo a la figura del Noumenon. “El que no cabe en el cielo de los cielos -acotará Hegel- se encierra en al claustro de María”. A diferencia de Vico, quien sugiere modificar -en realidad, superar conservando- los objetos de estudio de la metafísica. Se trata de reflexionar sobre objetos “de factura humana”: la Historia, la Libertad y el Estado, es decir, sobre objetos que constituyen el núcleo articulador del sentido profundo de la experiencia humana. Es el pasaje de la metafísica a la filosofía de la praxis, es decir, a la ontología del ser social, que es, por cierto, un esfuerzo de restitución de la unidad de pensamiento y realidad, de teoría y acción, de sujeto y objeto. Una restitución, una Aufheben, siempre histórica, que comporta un fundamento tridimensional.
Para la filosofía de la praxis, la historia, en su sentido originario, no es concebida como un repertorio de acontecimientos, ni como el registro neutro de lo que ha ocurrido. Es, ante todo, el modo humano de existir. La humanidad hace su historia, la produce y la padece. De continuo la construye, la deconstruye y la reconstruye. Su ser no es un dato natural, sino un hacerse incesante. Por eso, la historia es la forma suprema de la praxis, el ámbito en el cual se expresa, con toda la crudeza de sus contradicciones, la unidad del ser y del pensar. Lo que aparece como un simple “hecho” ha sido siempre mediado por el juicio, por la valoración, por la experiencia social acumulada en el tiempo. El “hecho” no es algo que “está ahí”: es algo que ha sido producido, interpretado, tejido por las manos y las conciencias de generaciones enteras.
Esa es la razón por la cual esta concepción de la historia no admite la separación entre objetividad y subjetividad. La objetividad histórica no es una cosa exterior a la humanidad, sino la objetivación de su propia actividad. Y la subjetividad no es el refugio intimista del individuo aislado, sino la expresión consciente de un proceso colectivo. Este nuevo modo de concebir la metafísica -una ontología que se identifica con el historicismo filosófico-, muestra que toda ruptura entre sujeto y objeto es el resultado de un extrañamiento. Y ahí donde la historia aparece como algo ajeno o como una fatalidad, actúan las abstracciones del entendimiento reflexivo: esa negación del pensamiento que fija y separa lo que solo puede existir en unidad.
De allí nace la alienación, no como un accidente moral o psicológico, sino como una forma histórica de vida. El desgarramiento moderno de individuo y comunidad, economía y política, razón y sensibilidad, se traduce en la separación y unidimensionalidad del trabajador y del producto de su trabajo. El trabajo deviene trabajo abstracto, extrañado, no la realización del género humano sino su mutilación. La naturaleza, extensión inmanente del hombre, es fijada y puesta -satz und setzen-; la vida se reduce a medios de vida; la creatividad se convierte en mercancía; la universalidad del género queda obnubilada por la inmediatez del interés privado. La historia aparece, entonces, como una fuerza externa y hostil, cuando en realidad es la objetivación del hacer humano, que ha sido puesta de espaldas a la propia humanidad.
Por eso mismo, la libertad no puede ya concebirse como una simple propiedad innata del individuo. No es un atributo natural ni un obsequio metafísico. Tampoco es el puro arbitrio de la voluntad. La libertad es, en sentido riguroso, el resultado consciente de la necesidad histórica. Ser libre es comprender las determinaciones que nos constituyen -económicas, sociales, culturales, políticas- y actuar sobre ellas. La libertad es una consecuencia, una conquista, no un punto de partida. Y ese resultado es obra de la historia, no su excepción. Es una producción del espíritu social, no una emanación espontánea de los individuos aislados. Por eso mismo, la libertad no puede confundirse con el mero deseo o con la mera elección. Elegir sin comprender es repetir la alienación bajo formas subjetivamente confortables. La libertad comienza allí donde se reconoce que no hay pensamiento sin realidad ni realidad sin pensamiento. La libertad es la aprehensión racional de la objetividad; es el saber del ser social sobre sí mismo. De ahí que la libertad solo pueda realizarse plenamente en condiciones sociales determinadas, es decir, en el interior de un tejido de relaciones sociales en el que cabe sí la autoconciencia del individuo como miembro activo, responsable de la totalidad.
La libertad no es una isla, sino el horizonte problemático dentro del cual la sociedad se reconoce como creadora de sí misma. Es en este punto donde emerge la necesidad del Estado, condición frecuentemente malinterpretada tanto por las presuposiciones del liberalismo abstracto como por la dogmática de las teologías políticas tradicionales. El Estado moderno surge como el intento de concretar e institucionalizar la antigua eticidad perdida de la polis, pero, ahora, dentro de un mundo marcado por la individualidad, la propiedad privada y la complejidad de las relaciones económicas emergentes. Su tarea es reunir consensualmente lo diverso, mediar entre lo universal y lo particular, organizar la vida pública de manera racional e impartir justicia.
Cuando los Estados fracasan en esta misión, es porque su universalidad se ha vuelto abstracta, su racionalidad aparente, su legalidad formal. El individuo privado ya no se reconoce en él y el Estado ya no reconoce a los individuos como portadores de universalidad. Esa es la escisión continúa, bajo la apariencia de una forma política acabada. La ciudadanía se proclama universal, pero la vida concreta se rige por particularidades que niegan esa universalidad. La libertad se promueve como valor supremo, pero el orden material la limita y condiciona. Esta es la contradicción fundamental del Estado moderno: querer representar la totalidad sin haber superado las condiciones que fragmentan a los individuos que la componen.
El Estado no es ni debe ser una sustancia trascendente. No es un árbitro neutral ni un ente autosuficiente. Es una construcción histórica, el resultado del trabajo, de los conflictos, de las necesidades y de las posibilidades de la vida social. Su transformación depende de la transformación de la propia sociedad. Allí donde cambian las condiciones productivas, culturales y políticas, cambia también la forma estatal. Pretender que el Estado permanezca fijo es subestimar la historia y negar la libertad.
Historia, libertad y Estado no son, pues, tres objetos distintos. Son tres momentos de una misma realidad: es el proceso del ser social que se hace a sí mismo. La Historia, el ser social en devenir. La libertad, la autoconciencia. El Estado, la conformación institucional. Y donde los tres momentos entran en armonía, el ser con-crece. Y ahí donde se escinden, reaparece el extrañamiento. Comprender este movimiento es comprender la tarea misma del pensamiento: la restitución de la correlación de lo real y lo racional, de la acción humana y sus formas objetivadas, de lo que se hace y lo que se es. Ese es el objetivo de la filosofía de la praxis comprendida como historicismo filosófico.





