Publicado en: El Universal
«Al menos 30 niños requieren trasplante de médula ósea urgentemente y el régimen no lo garantiza”, advierte Abel Sarabia, vocero de Cecodap. Cuatro muertes dan fe del tenor de la fosa, este desahucio que colma al país. “Los niños en espera de un trasplante de médula caen como barajitas frente a nuestros ojos, uno, dos, tres, acaba de morir el cuarto. Muertos a plena luz”, escribe Susana Raffalli, al tanto del doloroso hilo que tensa. El retrato de la debacle del otrora país rico y hoy injustamente menesteroso, aliña la circunstancia con una exactitud que cae como fardo sobre expectativas y discursos. La vida se descuenta en horas, en minutos críticos para los más vulnerables… ¿cómo responder a ese tiránico hic et nunc que pone a todos contra las cuerdas?
El tiempo aparece como primer coto para la decisión política. Decisión que movida por el deber de garantizar el bienestar de la gente, pasa por calcular cada una de sus potenciales resultas, siempre bajo la premisa de evitar el daño, primum non nocere. Tras malgastar la fe en quiebres improbables y la energía en lances que, en lugar de curar, prometen agravar la enfermedad; y viendo cómo la anti-fragilidad del régimen esquiva los bandazos, corresponde ahora revisar posturas pétreas como esa que machaca que “con criminales no se negocia”. Sí: es hora de negociar y de hacerlo bien, y con esta malherida patria como argumento.
No hay pecado en ello, por más que los diletantes del “todo o nada” vuelvan a cabalgar dragones para enturbiar trámites que ya prosperan en Oslo. No cabe por tanto insistir en el efugio, no llamar a las cosas por su nombre, no abrazar con sagaz convencimiento la oferta del equipo de mediadores expertos bajo la batuta de Dag Nylander. Negociar, además, como recuerda William Ury -uno de los padres del programa de negociación de Harvard o método de negociación por intereseso por principios– es parte de la vida. La cotidianidad impone un perenne forcejeo con el otro; ni siquiera una polis rota puede prescindir de esa dinámica. Si hay intereses contrapuestos y un objeto deseado por dos o más partes, la puja será inevitable. Así que impulsados por la promesa del ganar-ganar y habiendo comprendido que la urgencia impele al áspero ejercicio de “tragar sapos”, lo razonable es respaldar la opción que supone menos traumas para los sufrientes venezolanos.
A contramano del prejuicio tribal, no sólo es sano reconocer que existe un conflicto de alta intensidad en Venezuela, agravado por la polarización; sino que la evidencia histórica demuestra que en transiciones exitosas a la democracia, la negociación ayudó a zanjar peores atascos. No es naive pensar, por ende, que nuestro caso no será la excepción. Claro, más allá del desencuentro legítimo, urge abordar esa alternativa sin complejos ni intransigencias, y antes de que el escalamiento del conflicto nos confine a escenarios de inacabable deterioro, de violencia extendida y sin pretextos.
El problema surge cuando las partes se aferran a ese escalamiento como modo seguro de debilitar al adversario. Una maniobra que cobra sentido si se cuenta con superioridad incontestable, una que de algún modo garantice topes para la acción. Pero sabemos que acá ningún bando tiene fuerzas para aniquilar al otro: el “empate catastrófico” es limitación que importa distinguir. Asistimos al ritual de dos toros que se embisten, que destruyen sus molleras mientras el país agoniza.
¿Qué logran las posturas inflexibles? Que se profundice la polarización, la auto-frustración y la victimización, haciendo que cada parte espere lo peor de la otra, reduciendo la capacidad de distanciarse emocionalmente del conflicto. Para atajar el círculo vicioso del desbordamiento tocaría entonces hacer lo opuesto, aplicar torniquete al propio desenfreno. He allí un dilema: ¿cómo conciliar ese propósito con la estrategia que apela a lo insurreccional, al colapso, al garrote externo y la amenaza, a la presión de la sanción no distintiva cuyo efecto acaba siendo guillotina para justos y pecadores? En esa arena movediza bailamos. Eventualmente habrá que elegir entre avivar la “guerra de amagos” o inyectar una dosis de contención al instante, moderar la defensa a ultranza de posiciones, (“toda concesión es un signo de debilidad”) identificar una motivación genuina, común, y aferrarse a ella para llegar a acuerdos; elecciones libres, por ejemplo. Cosas que, estimamos, deberían fluir bajo la fórmula de la negociación asistida.
“Al menos 30 niños requieren trasplante de médula ósea urgentemente”… motivos para negociar, en fin, no faltan. Esta vez tampoco faltan fortalezas para exigir compromisos a un régimen inoperante, o aliados que presten su know-how a favor de un camino de entendimiento para salvar a Venezuela. Dependemos entonces de lo extraordinario, esos “demócratas y hombres de bien con sentido de la proporción y de la historia”, como apunta Óscar Hernández. Ojalá que transitar esos nuevos itinerarios de la razón reserve sorpresas al respecto.
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