La separación de Cataluña no la encabezan William Wallace sino Carles Puigdemont, Pablo Iglesias –pescador de aguas turbias–, y pájaros rucios que pretenden hacer grandes negocios con la destrucción de España, tener su propio chiringuito. Un referéndum infame, adulterado, fementido –hecho por sus autores, diría Pero Grullo– riega un árbol de la independencia que anuncia frutos repulsivos. Hábiles, los pujoles, piedemontes y pabloiglesias, mienten de Cataluña sojuzgada, aunque su ambiente común, en los comederos de fideua, las bodeguetas y las cavas de Las Ramblas, priva el desprecio por mestizos, latinos, españoletos y demás sangre sucia. Otro pueblo esclavizado, los vascos llama con grima maketos a los extranjeros que caminan por Bilbao o San Sebastián. El leninismo trasmitió al mundo que la integración a los grandes centros civilizados era opresión.
El snob de la posmodernidad, epidemia intelectual de los 90, revive el derecho de etnias y naciones a la secesión contra las megasociedades. Los camaradas del Foro de Sao Paulo y los filósofos europeos a la moda, se dieron la mano con la derecha radical, el anarcocapitalismo o anarcoliberalismo, ideólogos totalitarios disfrazados con la palabra libertad. Murray Rothbard, Hans-Hermann Hope, Jesús Huerta de Soto (un atronado escritor español) y varios otros quieren la destrucción de los estados nacionales, porque solo en comunas puede reinar la libertad, una vez se liquide el Estado, tal cual querían los anarcoterroristas. Como la desmembración de los estados fallidos nace de guerras civiles o terremotos políticos, la violencia sería de nuevo partera de la Historia, esta vez para la derecha.
Espacio vital hitleriano
Pero con excepciones esos recienacidos microestados están lejos de la libertad utópica y los movimientos que los originan tienen muy pocas virtudes. Los amotinados, minoritarios y privilegiados, emplastan una falsa épica nacional, una leyenda reaccionaria, y reviven el mito de la sangre reaccionario creado por los alemanes del siglo XVIII para justificar la tara nacionalista, rechazar la globalización y aferrar la pequeña parroquia sagrada, porque como escribió Johann Hamann, su principal expositor, “la patria es el lugar donde tenemos hijos en las escuelas, amores en las calles y huesos en los cementerios”. Alemania era entonces una nación atrasada política, económica, científica y tecnológicamente, regida por 1.300 príncipes enanos, fatuos y prepotentes, sin capacidad mínima para unificarse como si hicieron los demás de Europa. Su odio a la Francia brillante y poderosa de las Luces se hizo nacionalismo.
Cobraron carta de legitimidad el espíritu parroquial, subdesarrollado, el odio al cambio, y los mismos alemanes de Hitler usaron en el siglo XX esas raíces románticas para casi acabar con la civilización. Así los mitos, supersticiones, prejuicios eran cultura de una entidad superior a las basadas en el conocimiento (“Dios es poeta, no matemático”). Hoy un culturalista comprensivo del terrorismo musulmán, si se le dice que el celular es mucho más útil que una burka y plasma la alta civilización del grupo humano que lo creó, responde que el primero es un engendro capitalista, mientras la segunda tiene la belleza del pueblo llano y la dignidad de las etnias en lucha. Pero la alta cultura de los catalanes está escrita en Castellano, la segunda lengua global, porque ellos hablan una muerta o entubada que sobrevive porque obligan a la gente a gastar el tiempo en aprenderla.
Nostalgia reaccionaria
La Revolución Francesa entierra los nacionalismos galos. Richelieu arranca un siglo antes con la unificación de los países o provincias bajo el puño de un Estado Nacional, y para la Asamblea Constituyente la nación es una categoría jurídica, un espacio de derechos y deberes, límites territoriales fijados por acuerdos entre estados rivales. Al liquidar a la realeza, la aristocracia y la tradición hasta los merovingios, “la peluca y la casaca”, los franceses liquidaron la patria como Historia. No se define por la impronta de la sangre, ni el silencio de los cementerios. Como escribió un jurista en el siglo XX “el pueblo es un conjunto de hechos administrativos regidos por la ley”. La nación no es la identidad nacional, la memoria mágica de nuestra infancia, el paisaje, el “todo tiempo pasado fue mejor”, el rincón umbrío donde perdimos la virginidad, la vieja pared del arrabal. Ese subconsciente colectivo se subordina ante los pactos políticos, los límites territoriales de la paz y la Ley.
Así se construyó el mundo moderno, de ese equilibrio depende la civilización actual y si se permite que por la decisión de un puñado de inversionistas catalanes o las seudoteorías de algún iluminado, se rompa el hilo que mantiene el equilibrio global, tendería a deshacerse trágicamente el rompecabezas del mundo. Después de Cataluña vendrían el País Vasco, las Canarias y Andalucía. La Padania italiana reclamaría sus ancestros y posiblemente Francia, España y Holanda podrían reñir para recuperar la soberanía sobre Luxemburgo, Alemania reclamaría Alsacia y Lorena a los franceses. El huevecillo de serpiente, el grave peligro para la paz, está en la caja fuerte de tres docenas de catalanes con mucho tiempo libre, dinero y demasiadas agallas… Y Podemos que desea fabricarse otra Venezuela para experimentar.