El escape del alcalde metropolitano de su arresto domiciliario, ocurrido en Caracas el viernes 17 de noviembre, y la solidaridad inmediata mostrada por los gobiernos de Colombia y España, ha colocado de nuevo en el escenario internacional un tema clave para el mundo democrático contemporáneo: el hecho de que en Venezuela se vive, de manera cada vez más dramática, y con un gran sufrimiento para las víctimas, un estado permanente de zozobra por el acoso y persecución judicial-policial contra dirigentes políticos y activistas sociales que adversan el totalitarismo del siglo XXI.
Luego de despegar de Colombia, el alcalde fue recibido con alegría en el aeropuerto Adolfo Suárez de Madrid. Al despertar del lunes todos los diarios nacionales españoles reseñaban su llegada en primera plana y, algunos, a páginas desplegadas, su encuentro con el presidente Rajoy.
Que Ledezma esté en libertad, aparte de la recuperación de un derecho y de su dimensión personal y humanitaria, tiene una gran carga simbólica. Porque si alguien ha sido víctima, como Leopoldo López y el general Baduel, de un ensañamiento extremo, delictivo e implacable de parte de los rojos, ha sido el dos veces alcalde metropolitano.
Desde que Ledezma ganó en buena lid la alcaldía que se suponía era imbatible territorio oficialista, Chávez, primero, y Maduro después, han hecho lo imposible para impedirle ejercer las competencia que la ley le asigna al ente rector de la ciudad de Caracas. Llegando al extremo, primero, de crearle un aparato de gobierno paralelo nombrado a dedo desde Miraflores y, al final, de llevarle a prisión, sacándolo a empellones de sus oficinas a través de un comando armado a la manera que describe Isabel Allende en el Santiago de Chile de Pinochet.
La aventura de Ledezma no es una excepción. Desde hace varios meses, todas las semanas sabemos de alguien que se escapa de las garras de los jueces, los militares y los policías títeres del régimen. Se les escapó la fiscal general de la República, a quien iban a encarcelar por lo que en cualquier otro país la enaltecerían, abrir investigaciones por casos de corrupción a funcionarios.
Se les escaparon 30 de los nuevos magistrados del Tribunal Supremo de Justicia constitucionalmente nombrados por la legítima Asamblea Nacional, cuyas competencias han sido usurpadas por el golpe de Estado judicial de Maduro. Y se les escapó, asilándose en la Embajada de Chile, el diputado Freddy Guevara, vicepresidente de la Asamblea Nacional a quien pretendían también encarcelar, violando uno de los principios más sagrados de toda democracia, la inmunidad parlamentaria. Ya se había escapado el alcalde Smolansky y el dirigente de Voluntad Popular Carlos Vecchio. No hay alternativa. O la huida o la cárcel.
Estamos hablando solo de los más notorios. Porque todos los días se escapan figuras menos mediáticas. El empleado del CNE al que se le acusa de haber sustraído unas máquinas de votación para dárselas a los opositores. El dirigente de barrio, de Primero Justicia, Voluntad Popular o AD, al que los colectivos chavomussolinianos dejan en la puerta de su rancho una nota de esas que dicen: “Calladito te ves más bonito”. Y así sucesivamente.
Ya, incluso, existe lo que podríamos llamar un relato de escape –una épica de la fuga– que forma parte de la tradición oral de la resistencia democrática. Se van acumulando historias extraordinarias. Las de quienes salen por trochas casi selváticas por la frontera que une a Colombia con los estados Apure y Amazonas. Las de los que viajan de madrugada en peñeros de pescadores hacia Aruba y Trinidad. Las de quienes se rapan el cabello, o se ponen pelucas, y pasan con cédulas ajenas por alguno de los puentes que unen Táchira con Santander del Norte.
Cúcuta se ha vuelto el nuevo símbolo de la libertad para quienes huyen de la alianza pervertida entre la vieja ultraizquierda marxista y los clásicos milicos no democráticos suramericanos. La autoliberación de Ledezma, como a él le gusta llamarla, ha venido a recordárnoslo.