Publicado en: El Universal
En la comedia de Aristófanes, “Los caballeros” (424 a.C.) podemos rastrear las primeras referencias a la palabra “demagogo”. Allí, Nicias y Demóstenes, esclavos de Demos (“un amo selvático, devorador de habas, irascible, pesado y algo sordo”) conspiran para reemplazar al tiránico asistente del patrón por un vendedor de morcillas. “Estás destinado a ser el soberano absoluto de todos esos súbditos”, le avisa Demóstenes a Agorácrito, el distraído choricero. “Serás jefe del mercado, de los puertos y de la Asamblea; pisotearás al Senado; destituirás a los generales, les cargarás de cadenas, los reducirás a prisión y establecerás tu mancebía en el Pritaneo… llegarás a ser, como el oráculo lo dice, un gran personaje”. Aristófanes no escatima cuchufletas punzantes e insultos no tan velados para quien ejerce como gobernante; en este caso, no un político cualquiera.
Bautizado por los conjurados como “canalla audaz”, entre otros primores, el choricero sucumbe así ante la lisonja enrevesada y las profecías que sólo le auguran éxitos, no estrecheces. “Me gusta ese oráculo; lo que no veo es cómo podré yo ser capaz de gobernar al pueblo”. El pícaro servidor le aconseja entonces: “Haz lo mismo que ahora: embrolla y revuelve los negocios como acostumbras a hacer con los despojos, y hazte agradable al pueblo. Bastará para ello hacerle una pequeña cocina de palabras. Tus cualidades son las únicas para ser un demagogo a pedir de boca: voz terrible; natural; perverso; impudencia de plazuela; en fin, cuanto se necesita para actuar en política… ponte una corona, bebe en honor del dios de los brutos y trata de hacerle frente al Paflagonio”.
El cáustico retozo de Aristófanes es una flecha con destino preciso. Se trata de un calculado desquite, su réplica ante quien lo acusó de haber ridiculizado a la política ateniense y sus instituciones en Los Babilonios, así como de “avergonzar a la ciudad delante de extranjeros” durante las fiestas Dionisias. El Paflagonio en cuestión no es otro que Cleón, próspero comerciante devenido en político, poderoso orador, implacable crítico y magistrado conocido por su feroz oposición a Pericles. Un oportunista, según Aristófanes, y así mismo lo retrata: «Haces lo que los pescadores de anguilas. Si el lago está tranquilo, no cogen nada; pero cuando revuelven el cieno de arriba abajo, hallan buena pesca. Tú también pescas cuando agitas la ciudad».
Tras la muerte del gran Pericles, el áspero pero persuasivo Cleón encontró campo fértil para estrujar su maña como orador. En ausencia de rivales de peso, alcanzó el poder como representante de la línea dura de los demócratas radicales, y desde allí supo ganarse a las clases más pobres, cautivadas por discursos emotivos y medidas populistas. Todo ello aderezado por una frenética animadversión por los aristócratas (a quienes antes atrajo para enfrentar a Pericles) y su odio por Esparta; un obstáculo insalvable a la hora de aceptar el tratado de paz solicitado por los demócratas moderados, y que había adquirido cierta forma durante la guerra del Peloponeso (421 a.C.) gracias a un cauto Estratego, Nicias.
Cleón acabó con una tregua que duró tan sólo un año, cuando intentó recobrar la ciudad de Anfípolis, en Macedonia. Allí murió, vencido por los espartanos. Un amargo episodio con honorable desenlace, pues dio lugar a un cese pactado de las hostilidades. Luego de Cleón, no obstante, la seña de esa demagogia que se asocia al declive de la democracia ateniense siguió mostrando sus colmillos. Hipérbolo, violento, disociador y bufo, tan exuberante como su nombre, nuevo jefe de los radicales y adverso como el Paflagonio a la negociación con Esparta, combatió la Paz de Nicias y soltó la sierpe de su mordiente discurso en la Asamblea.
Hay que decir que esa tenaz vocación por agusanar el espacio público no sólo sirvió para afilar el dardo de los dramaturgos. También fue denunciada por Tucídides, el ilustre historiador. La figura del demagogo, atada a la manipulación inescrupulosa de las pasiones de la audiencia, al ocultamiento oficioso de la verdad, al peligro de la democracia despótica o a la suplantación del interés general por el interés particular, contó con la juiciosa tirria de Platón y Aristóteles. Con razón advertían en la vis levantisca de estos “aduladores del pueblo” el afán por adulterar las instituciones y reducir la democracia a un asunto de burda apariencia. La experiencia del gobierno de los Treinta Tiranos, esa suerte de suicidio de la democracia ateniense, dio fe de esos peligros. Como apunta el periodista Indro Montanelli al referirse al tribuno romano de la plebe, Publio Clodio (patricio que abrazó una ladina transitio ad plebis, hábil para adoptar los modos de hablar de las clases populares y venderse como uno más entre ellas): el demagogo carece de sentido de la mesura. Sin esa virtud medular para la democracia, esta sufre, se desnaturaliza, se licua en la promesa recurrente de la revolución.
Ayer y hoy, aquí y allá, los demagogos irrumpen a merced del apetito de cambio, la exaltación al límite, la guerra simbólica, la puja electoral que hierve en su “pequeña cocina de palabras”, la explotación impía de la esperanza. La política moderna difícilmente puede librarse de sus taras. Weber lo anuncia cuando con bisturí inexorable disecciona la democratización activa de las masas: un líder político “contiene la confianza y la fe de las mismas, y por tanto su poder, con los medios de una demagogia de masas. Esto significa un giro cesarístico en la selección de los líderes. Y, en realidad, todas las democracias tienden a eso”. La amenaza de esa democracia despótica ligada a la dominación carismática, a la recurrencia a los estereotipos y los lugares comunes, a la homogeneización de lo heterogéneo (Laclau) y no a la racionalidad instrumental y el poder de una ciudadanía crítica, parece persistir. Atenazados por la anemia de los partidos y la personalización de la política, ¿cómo privilegiar la deliberación vs la tentación de la aclamación populista? Sin dejar que nos embote el descreimiento pero con visión desencantada de la realidad, cabe estar atentos a esos despeñaderos, cada vez que se pueda.