Soledad Morillo Belloso

Incertidumbre y esperanza – Soledad Morillo Belloso

Por: Soledad Morillo Belloso 

La incertidumbre en Venezuela es como un río turbio que nunca deja ver el fondo. Sus aguas arrastran a comerciantes que abren sus santamarías sin saber si venderán, a maestros que dictan clases con la esperanza de que sus alumnos no se marchen, a ancianos que cuentan billetes como hojas secas que el viento dispersa. El país camina sobre un puente colgante hecho de cuerdas deshilachadas: cada paso puede ser el último, cada crujido anuncia la posibilidad de un derrumbe. La economía es un reloj sin manecillas, donde el tiempo se mide en inflación y en la espera de un bono que nunca alcanza. La política es un teatro con luces apagadas: los actores repiten sus parlamentos, pero el público ya no distingue si se trata de comedia o tragedia. Afuera, el rumor de ejércitos extranjeros es un trueno lejano que amenaza tormenta; adentro, la represión es un muro que se levanta cada vez más alto.

Construir esperanza en un escenario de incertidumbre es como sembrar un jardín en un terreno que tiembla. Cada semilla duda si podrá echar raíces, porque el suelo se mueve y el clima es imprevisible. La incertidumbre es un viento que desordena los planes, que arranca techos y apaga lámparas. Y aun así, la esperanza insiste en encender una vela, aunque la llama tiemble. La esperanza no es un edificio sólido, sino un hilo que se teje entre voces, un murmullo colectivo que dice: “todavía podemos”. Es un farol encendido en la distancia: aunque la brisa lo tambalee, aunque la oscuridad lo rodee, sigue brillando como recordatorio de que incluso en el río más turbio, el agua busca su cauce.

El deber de los políticos no es levantar castillos de humo ni sembrar espejismos en medio del desierto. Su responsabilidad es más ardua: dar certezas en un terreno movedizo, ofrecer claridad en medio de la niebla, construir confianza sin disfrazarla de milagro. La política auténtica debe ser como un faro en la costa: no prometer mares calmos ni viajes fáciles, pero sí señalar el rumbo y advertir los peligros. Cuando los políticos fabrican falsas ilusiones, convierten la esperanza en mercancía barata y la ciudadanía en náufraga de promesas incumplidas. La verdadera ética política consiste en nombrar lo real, asumir lo difícil y acompañar a la gente en la construcción de soluciones posibles. No se trata de inventar futuros perfectos, sino de sostener la dignidad en el presente y abrir caminos que, aunque estrechos, sean transitables.

El liderazgo en tiempos de incertidumbre recuerda al de Moisés, quien condujo a su pueblo por el desierto sin mapas ni certezas, armado sólo con la fe en una tierra prometida. No ofreció espejismos ni caminos fáciles: su tarea fue sostener la esperanza en medio de la aridez, mantener la cohesión de una comunidad que dudaba y se rebelaba, y señalar que incluso en la travesía más larga, la dignidad de caminar juntos era ya una forma de victoria. El  verdadero líder no es quien inventa milagros, sino quien acompaña, guía y resiste, aun cuando la arena y el horizonte parezcan infinitos.

La incertidumbre es un huésped que se sienta en cada mesa, que acompaña cada conversación, que se acuesta en cada cama. La esperanza es la terquedad de encender una vela en medio del viento. Y la política, si quiere ser digna, debe dejar de vender espejismos y convertirse en faro. Así, entre la niebla y el río turbio, entre el puente deshilachado y el teatro apagado, Venezuela sigue siendo un país que espera. Espera un cauce, espera un amanecer, espera que la palabra política vuelva a ser promesa de verdad y no de ilusión.

 

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