Por: Asdrúbal Aguiar
Con el mismo título, a la manera de subtítulo, escribí recientemente sobre el ¡nunca más! Tras lo padecido indiscriminadamente por la nación venezolana bajo un régimen hoy acusado de la comisión de crímenes de lesa humanidad, pudiese aparecer como amenaza real el que las víctimas demanden el ojo por ojo, el diente por diente. Ello, como lo creo, no sería consistente, sin embargo, con la lección que el mismo pueblo le dio a su victimario – Nicolás Maduro Moros – durante las elecciones presidenciales del 28 de julio de 2024. Tras décadas de ardiente confrontación, un gesto de civismo lo dejó al desnudo, sujeto al desprecio de toda la opinión internacional.
La idea de la justicia que busco subrayar esta vez y como antes lo dije, es ajena a la noción de la venganza. A las instituciones a las que les toque juzgar en el porvenir a los criminales del régimen venezolano, si bien habrán de hacerlo con vistas a cada caso, sin mengua de la actuación esperada y retrasada por la Corte Penal Internacional, en la hipótesis se habrá de tratar de que tal tarea sea asumida por una judicatura independiente, obra del restablecimiento constitucional y democrático. De paso del desorden hacia el orden, que ha de asegurarse en su continuidad una vez alcanzada la gobernabilidad del país.
No podrá volverse dicha tarea un amago o simulación de justicia, condenado al fracaso, sea por su eventual ideologización, ora por yerro de sentido común. La historia de las Américas y la de Venezuela muestra como experiencia a suficientes casos. Me viene a la memoria lo dicho en algún momento por una víctima de la dictadura chilena de Pinochet, devenida en representante de la vindicta pública, a cuyo tenor – afirmaba – si acusase a sus verdugos desde el dolor por ella sufrido estaría vulnerando la idea de la Justicia; quedaría emparejada con quienes la destruyeron.
En ese orden, en lo personal, he hecho propia la enseñanza que dictase Benedicto XVI apelando a San Agustín, teniendo presente a sus compatriotas alemanes una vez como logró ser desarraigado el nazismo: – “Hemos experimentado cómo el poder se separó del derecho, se enfrentó a él; cómo se pisoteó el derecho, de manera que el Estado se convirtió en el instrumento para la destrucción del derecho; se transformó en una cuadrilla de bandidos muy bien organizada, que podía amenazar el mundo entero y llevarlo hasta el borde del abismo. Servir al derecho y combatir el dominio de la injusticia es y sigue siendo el deber fundamental del político”, recordaba.
La cuestión es y seguirá siendo agonal para los venezolanos, de cara al instante en que cristalice como momento posible el espíritu constituyente en boga – no digo reconstituyente – de la nación que habremos de ser. Sus huellas se nos extraviaron desde la caída de la Primera República, tras la entronización del mito del gendarme necesario luego de las guerras fratricidas por nuestra Independencia. Y como la idea de la nación y la determinación de su voluntad ha de anclar sobre valores éticos compartidos, propios de nuestro ethos, los que hubieron de ser y no lo fueron como precedentes para la construcción de la república y de sus principios ordenadores, uno y el más importante será el del criterio que tengamos acerca de la Justicia. Que es tal, al menos teóricamente, como dimensión en la que todos y cada uno podamos realizar nuestras libertades, aseguradas, no dadas u obsequiadas, por el poder constituido.
Lo primero que hemos de recordar es que lo actual partió de un pecado original, previo al dictado de la Constitución de 1999. Se trató del asalto al Poder Judicial por una comisión de emergencia constituyente que destituyó a todos los jueces sustituyéndoles por provisorios. Los sujetó e hizo dependientes del poder que los nombraba. No por azar, como desagüe ominoso, constatado la Misión de Naciones Unidas para los Crímenes de Lesa Humanidad en Venezuela, “los jueces amenazaron a las personas acusadas con imputarles injustificadamente delitos graves relacionados con terrorismo si no se declaraban culpables de otros delitos más leves de los que se las acusaba”. Y “las y los actores fiscales y judiciales, en lugar de proporcionar protección a las víctimas de delitos y violaciones de derechos humanos, desempeñaron un rol importante en la represión del Estado.”
Lo cierto, sin embargo, es que la gravedad de este desenlace corriente es la fatal consecuencia de la utilización sistemática de la Justicia para criminalizar o contener el debate político y democrático; o para purificar las desviaciones e inconstitucionalidades que se han hecho hábito en el ejercicio sin cortapisas del poder gubernamental no sólo en Venezuela sino también en América Latina. Los ejemplos huelgan.
Así como Lula da Silva le devuelve a Bolsonaro su cárcel – en el primer caso por su palmaria corrupción a través de la empresa Odebrecht y la de éste, acusado de intentar un golpe de Estado en Brasil – el presidente salvadoreño Bukele acabó, desviando el sentido de la soberanía popular democrática, con la Justicia constitucional, para evitar los controles que ejercía sobre su gobierno. Tanto como, si revisamos la experiencia nuestra, la venezolana, constataremos que, a raíz del 18 de octubre de 1945, el llamado Jurado de Responsabilidad Civil y Administrativa abrió un paraguas para no dejar fuera a ningún actor vinculado a los tres gobiernos precedentes. Rómulo Betancourt atribuyó a ese error el descalabro de su revolución democratizadora, que dio lugar a la década militar clausurada el 23 de enero de 1958.
Incluso, así, por decisión de los partidos forjadores de la república civil – Acción Democrática, COPEI y URD – se politizó institucionalmente a la Justicia mediante la creación del Consejo de la Judicatura, bajo protesta del primer gobierno de Rafael Caldera (1969-1973). Cada partido tuvo su cuota de jueces. El maestro y exrector de la UCV, Rafael Pizani, ministro de educación a inicios de la democracia y hombre de probada honorabilidad, a fin de diluir los temores fundados se le encomendó dirigir al Consejo naciente. Al poco tiempo renunció, constatando el error de esa iniciativa que, sin poder contenerla, maltrataba la necesaria autonomía e independencia judicial.
Mas tarde, con la misma ley de probidad administrativa que animara su propio gobierno al objeto de enfrentar al morbo de la corrupción, fue perseguida con saña la casi totalidad de los ministros y gobernadores que ejercieron bajo la presidencia de Luis Herrera Campíns (1979-1984). La historia, enhorabuena y con retardo, le ha reconocido su probidad cabalmente franciscana. Pero no le perdonaban, entonces, haber invertido la pirámide electoral como lo hizo para acceder al poder con apoyo de los sectores más pobres del país, considerados por el partido histórico, Acción Democrática, como su coto de casa. Y nada que decir, por lo evidente, del posterior uso de la Corte Suprema de Justicia para destituir, antes de que concluyese su mandato presidencial, a Carlos Andrés Pérez. Una aviesa criminalización de la política propulsada por José Vicente Rangel, luego vicepresidente del régimen que ha acabado con los derechos humanos en Venezuela, se hizo espacio en una hora en la que era evidente la agonía del sistema político y cuando tomaba cuerpo el desencanto con la democracia.
En honor de la objetividad cabe ajustar que, así como en 2015 la Asamblea Nacional de Diosdado Cabello, derrotada por el pueblo aprovechó la coyuntura para reorganizar la Justicia dictatorial y designar como magistrados, al margen de los requisitos que exige la Constitución, a diputados que habían perdido su curul, el cuerpo legislativo siguiente, en 2017, intentando corregir el entuerto no lo hace de manera ortodoxa.
Si en 2019 la Asamblea presidida por Juan Guaidó forja un inexistente gobierno parlamentario, tras la ausencia de un presidente constitucionalmente electo, luego de la inconstitucional usurpación de sus tareas parlamentarias por el Tribunal Supremo oficialista, aquella usa de sus competencias y procede a designar a 33 magistrados, en su mayoría suplentes. De estos algunos no llenan las exigencias, y de conjunto son repartidos entre los partidos integrantes de la oposición a Nicolás Maduro. Perseguidos por la dictadura viajan al exilio, desde donde han sido un ariete inevitable para la controversia política, entre los mismos magistrados electos.
El cáncer de las democracias
La judicialización de la política, en suma, es el virus o la enfermedad que carcome, incluso a las democracias más fuertes como la colombiana o la norteamericana, para no mencionar la israelí. Es, sin lugar a duda, el factor de quiebre de la piedra angular que ha sostenido a la libertad en Occidente. Quienes han perdido son las víctimas, los carentes de todo poder. Si ayer, ante la arbitrariedad de los gobernantes podían éstas recalar con sus reclamos en el parlamento para que ejerciese los controles políticos indispensables, en defecto de aquellos y de este, mediante una Justicia sin autonomía, se han quedado a la deriva, huérfanos de toda protección real.
Al propio Donald Trump se le critica acremente, más por su verbo y su talante que por sus acciones, que bien podrían juzgarse de arbitrarias. Empero, en todos los supuestos y a propósito de aquellas, sin dejar de controvertir ante la opinión pública – que es lo propio de cualquier democracia madura – el presidente norteamericano no ha desacatado a la Justicia. Ante ella viene ejerciendo sus recursos – lo hizo siempre como expresidente – y esta vez los impulsa con un fuerte voluntarismo hasta llevar sus criterios ante la última instancia, la de la Corte Suprema. Por lo que, en medio de sus embates, nada ajenos a los que vive la deconstrucción política y cultural en avance, puede afirmarse que la constitucionalidad norteamericana goza de buena salud.
Trasladar la política para que los jueces terminen siendo dictadores y reformadores de las leyes, haciéndoles decir lo que no dicen para impulsar regímenes de mentira, como era lo propio del fascismo italiano, en nuestro tiempo se le conoce como la práctica del Lawfare. Es una figura inventada, a propósito, por los sectores políticos que adversaran al primer Trump, a fin de no darle tregua y si posible, llevarlo hasta la cárcel, como se intentó varias veces. Lo paradójico es que los creadores de esa franquicia, ahora cuando se les devuelve por obra de sus actos inconstitucionales y colusiones criminales (Argentina, Bolivia, Ecuador, España), le recriminan a sus víctimas el verse ahora como víctimas de su mismo engendro.
Con vistas al porvenir, he aquí lo que importa, es urgente que estemos prevenidos los venezolanos, primero, en cuanto al fenómeno o aporía que se ha puesto de moda, es decir, creer que pueden protegerse los derechos fundamentales de la persona y del ciudadano fuera de la democracia y sin Estado de Derecho. Lo advirtió hace algún tiempo, como fenómeno pernicioso, el juez interamericano Sergio García Ramírez. Segundo, así como lo refiero en mi más reciente libro (Narcoterrorismo de Estado y reconstrucción de la libertad en Venezuela, IDEA/EJV, 2025), urge dotar al país de una Administración de Justicia imparcial, competente, proba, valiente, meritoria, de criterio independiente, sujeta y sólo sirviente de la ley. Ha de ser la tarea sustantiva e instrumental, que le dé sentido de realidad al empeño de construir la memoria de lo padecido por el país bajo el Estado narco criminal que se nos instaló durante los últimos 26 años. Al cabo, será el juez quien habrá de fijar la verdad inconmovible de los hechos registrados y de cada violación constatada, determinando los responsables y las consecuencias que deban ser reparadas en cabeza de cada víctima y/o de sus familiares.





