Publicado en: El Universal
“No permitiré que en Venezuela haya un solo niño de la calle; si no, dejo de llamarme Hugo Chávez”. Así, embutida en la teatral, inflamada retórica del populismo, se inauguraba en 1998 la larga ristra de promesas que el extinto presidente jamás cumpliría. El tiempo, móvil fundamental en la tarea de construir un país, no pareció importar entonces ni después, opacado por los relumbrones de la novedad, la incauta creencia de que para forjar un milagro sólo bastaba con que un Gran Maestre del voluntarismo lo invocase: ni cuando se habló de una “Venezuela Potencia” -cuya arquitectura nunca pasó del mero slogan- o de acabar con la corrupción que alentaban las “cúpulas podridas”; de “destrabar el aparato productivo, reconstruirlo, impulsar un modelo económico verdaderamente diversificado” (el eterno “qué” sin tantear el “cómo” o “cuándo”: “¿Acaso no podemos producir computadoras? ¡Claro que podemos!”) o de “consolidar la soberanía alimentaria”, todos frutos de la añagaza y la improvisación, entre muchos. La antipolítica, también ajena al titánico esfuerzo que implica fundar, edificar, lidiar contra la repentina borrasca, armonizar diferencias; atender y priorizar con visión de largo plazo las demandas que surgen de cada sector a fin de dar sentido al ejercicio del poder que aspira a ser democrático, desdeñaba olímpicamente, como siempre, las complicaciones que se derivan de una gestión ordenada de los conflictos.
Ya Helio Jaguaribe, en un intento por descifrar el ambiguo pelaje del populismo, apuntaba esa suerte de “registro temporal” en el fenómeno: uno que no atiende a lo puramente topográfico, ideológico, estratégico o institucional, sino a la relación particular que estos líderes mantienen con lo cronológico, y que es del todo distinta a la que abrazan los practicantes de una política más “ortodoxa”. En la carrera por capitalizar la esperanza y ganar la confianza de las masas, la insistencia en que la satisfacción “inmediata” de las expectativas sociales será un hecho sólo cuando esas masas excluidas logren alcanzar poder suficiente, se convierte en aliño básico de la comunicación populista.
Así, el populismo no sólo descansaría en la relación directa entre pueblo y líder (quien funge de “delegado” de la soberanía popular); en la ausencia de mediación entre ambos -un amor sin enredos institucionales ni lapsos, sin “horario ni fecha en el calendario”, como rumia el caballo viejo de la canción- sino en la espera de una realización rápida de los objetivos prometidos. El líder surge como un habilitador del prodigio, alguien capaz de zanjar esos estorbos que sólo “nos hacen perder tiempo”; de asumir además la cansona brega que tocaría al colectivo si él no estuviese. De modo que, a expensas de una situación que genera malestar, surfeando sobre esa primitiva ola de la necesidad de gratificación inmediata, la atávica ilusión de poder satisfacer el deseo cuanto antes -sí, la inmediatez puede ser adictiva- o de suprimir las distancias entre gobernantes y gobernados (“¿qué mejor definición de democracia?”, diría el avispado cacique, ducho a la hora de abaratar el principio de representación) el populista logra sembrar la idea de que la espera no existe como obstáculo, que él es en sí mismo una garantía de la posibilidad de vivir la utopía “en tiempo real”.
Lo preocupante es que las claves de tal anomalía -algo que ya incubaba ese modelo rentista y clientelar que sirvió de trampolín al chavismo- hayan prevalecido como referentes de conducta no sólo entre los actores del régimen, sino para quienes hacen vida política del lado de la oposición. El apego por el apresuramiento, esa tentación por ganar a punta de rumbosos pero inviables ofrecimientos el cariño de las grandes audiencias, lejos de permitirnos resolver los apuros que surgieron a lo largo de estos años, sólo sirvió para acumular desatinos, generando incluso trabas que antes no existían. La fantasía de conjurar las horas, de saltarse con éxito las estaciones o el know-how necesarios para pescar esa ventaja que atajaría el paso del adversario, de abolir “la razón cronológica de la razón política”, como clama Guy Hermet, más que sagacidad, más que arresto piadoso y bien-pensant, sólo ha coronado en irónico retroceso.
Compulsión vs efectividad: ante el chance, aún incierto, de concretar algún avance en las negociaciones con el régimen a fin de lograr, entre otras cosas, mejores condiciones electorales, valdrá la pena considerar esa potencial contradicción. Si bien es cierto que hay urgencias innegables -o precisamente por eso- es justo armar una agenda de peticiones ajustada a la realidad, que no evada la temporalidad implacable de lo político, que contemple que el hacer democrático necesita tiempo. No faltarán los cultores de “ya” confundiendo serenidad con blandura, claro. Pero si algo deben apartar estos procesos es el ruido que atolondra, ese que en lugar de generar virtudes operativas nos atascan una y otra vez en la rutina trapacera de los mayoristas de espejismos.