No recuerdo bien cuándo conocí a Enrique Mendoza. Fue por su hermano, Eduardo, que trabajaba en el Teatro Teresa Carreño y con quien tuve el inmenso placer de construir sueños de cultura.
No soy quién para escribir un panegírico. Me voy por otro camino. El Enrique Mendoza que yo conocí y con quien la vida me hizo coincidir en escenarios de lucha era una máquina de trabajar. Y era, por sobre todo, un inconforme. No importa cuánto hiciera, quería hacer más.
Como con todos los hiperquinéticos, mantener una conversación reposada con él era literalmente imposible. Hablar con él significaba ir al punto, sin mareos ni rodeos. Detestaba perder el tiempo en discusiones improductiva. Parecía desordenado, pero no lo era. Más bien era ordenadísimo en su aparente desorden. Una vez en una reunión me dijo: «¿No vas a tomar nota?». Le respondí que no, que la libreta la tengo en mi cabeza.
¿Desconfiado? Pues sí. Y tanto. Necesitaba un mínimo de certezas. De pruebas en firme. Pero curiosamente de vecina de esa desconfianza que habitaba en su mente estaba una inmensa y sorprendente capacidad de riesgo.
A Enrique Mendoza le importaba el país y le importaban los venezolanos. Quizás eso es lo que me deja a mí en lo personal.
Un dia me llamò. «Tengo que pedirte un favor. Ven para mi oficina». Yo no trabajaba para Enrique Mendoza ni militaba en su misma organización política. Pero ambos estábamos empecinados en luchar por Venezuela. Y que Enrique me pidiera un favor, lo tomé como lo que era: un voto de confianza. Así que un par de horas más tarde llegué a su oficina.
Enrique no era de besuqueos. Pero no era seco. Tenía sí una cierta timidez no superada a pesar de una vida entera sumergido en la política. Mientras me saludaba, metió la mano en el bolsillo y de la cartera sacó unos cuantos billetes. «Por favor, cómprale comida a XXX, que lo han dejado en el abandono».
Salí de allí directo al mercado e hice una compra decente. Y la llevé a casa de XXX. Puse la caja en la puerta, toqué el timbre y corrí a mi carro. Me quedé allí sentada hasta que se abrió la puerta y pude certificar que la caja había llegado a su destino. Minutos más tarde llamé a Enrique y le dije: «Listo. Hecha la diligencia».
Seguramente si Enrique hubiera sido menos desprendido, si hubiera hecho una campaña a tono con la vulgaridad de su contrincante, no hubiera perdido aquella elección. Yo era elector en Miranda y voté por él. Y mucho daño se hubiera evitado si tantos que hoy se rasgan las vestiduras lo hubieran apoyado con su voto.
Varias veces llevé cajas al mismo destinatario. No, no me pregunten para quién eran esas cajas. Enrique me mostró con ese gesto su inteligencia para la solidaridad.
Lamento su muerte. Miranda está de luto. Y si hubiera habido algo de sensatez, a Enrique Mendoza lo han debido velar en la Gobernación de Miranda. Pero, como me apunta mi buen amigo César Miguel Rondón, eso es mucho pedir, mucho esperar. En este país la sensatez se fue de viaje.